Nos pasamos la infancia soñando con un día de nieve. Cuando Mariano Medina, el hombre del tiempo, anunciaba un temporal de frío, teníamos la esperanza de que por una vez nos tocara a nosotros, que cayera la nieve por nuestras calles, que no pudiéramos ir al colegio ese día. Ocurría que el temporal casi siempre pasaba de largo o como mucho dejaba su huella en los pueblos de la sierra, por lo que al fin de semana siguiente no nos quedaba otro camino que irnos de excursión con nuestros padres buscando la nieve. Nos pasamos la infancia buscando la nevada que nunca llegaba. Alguna vez la sentíamos tan próxima que al granizo le llamábamos nieve ya que al menos nos dejaba su rastro blanco sobre los terrados y las calles. lo que nos permitía imaginar cómo sería nuestro entorno diario en un día en el que nevara de verdad.
A finales de los años sesenta, los inviernos parecían más crudos. Las casas no estaban tan preparadas y no teníamos calefacción ni los sofisticados calentadores que hay ahora. En mi barrio, en la mayoría de las casas las familias se calentaban alrededor de la mesa de camilla, donde se colocaba el brasero lleno de ascuas, que era el calentador de los pobres. Después vino el progreso y se pusieron de moda las estufas de gas, aquellos artefactos que parecían un mueble que llevaban dentro una bombona de butano. Emitían un calor pegajoso que a muchos nos dejaba una desagradable sensación de mareo. Las anunciaban por televisión con un eslogan pegadizo que decía: “Calienta, pero no quema. Calor blanco con Buta Therm’x”. En mi calle se vendieron mucho las estufas de la marca ‘Super Ser’, que en la publicidad nos constaba que “con estufas de gas butano, calor económico”.
Eran las modernas estufas catalíticas de la época, cuando no sabíamos qué significaba ser catalítica, en aquellos años en los que nos pasamos la infancia soñando con un día de nieve, como el que nos contaban nuestros padres que vivieron cuando eran jóvenes, aquel invierno de 1935 que nevó de verdad, dejando su sello en todos los monumentos de la ciudad.
Nos contaban que fue un invierno más frío de lo normal en Almería, que durante la madrugada del nueve de febrero de 1935 estuvo lloviendo de forma suave, una lluvia como de terciopelo que mojaba débilmente las calles. Unos minutos antes de las nueve de la mañana las gotas de agua empezaron a transformarse en nieve. Al principio, copos pequeños, casi inapreciables, que poco a poco fueron dando paso a una nevada como dios manda.
La prensa del día relataba el acontecimiento de la siguiente forma: “Iniciose la nieve con la mañana, y no a modo de copitos aislados, sino formando una sábana flotante que, ligeramente movida por el aire, nos recordaba esas nevadas de artificio que se ven en el cine”. Y no exageraba el cronista. La ciudad, en menos de una hora, parecía una estampa sacada de una película, con un manto blanco que hacía irreconocibles rincones como las murallas de La Alcazaba o los hierros del Cable Inglés. Los árboles del Paseo se vistieron de blanco y los taxis, que a esa hora formaban una fila en las cercanías del Hotel Simón, tuvieron serias dificultades para poder circular. Los coches de caballos patinaban y las calles se llenaron de mirones para admirar semejante espectáculo. En el Parque apenas se veían los árboles y los barcos del puerto parecían varados en medio de un mar de cristal. “La constancia de la nieve hizo que ésta no se derritiera fácilmente, y así sucedió que a media mañana la ciudad ofrecía un aspecto inusitado de curiosidad”, contaba el periódico al día siguiente.
A media mañana, cuando empezó a salir el sol, comenzó un nuevo espectáculo tan asombroso como el de la nevada: el de la lluvia de artificio que se desprendía de los balcones y cornisas después de deshacerse la nieve. La estampa era insólita, con el sol en medio del cielo y el agua cayendo por todas las fachadas de los edificios, escenas que obligaban a los transeúntes a abandonar las aceras y transitar por en medio de las calzadas para evitar el chaparrón.
El termómetro no pasó en toda el día de los seis grados y la mínima se quedó en cero grados. La nieve alteró el pulso de la ciudad aquella mañana. Ese día el ministro de Obras Públicas, José María Cid, llegó a Almería para visitar la zona de la Alpujarra en la que se proyectaban grandes obras hidráulicas. Tuvo que llegar en tren y cuando se disponía a visitar los pueblos del poniente, la comitiva de vehículos tuvo que regresar debido al mal estado de la carretera que hacía patinar los coches.
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