Creció escuchando las historias que contaban de su abuelo, don Hilario, ilustre artista de Almería que en su corta vida (murió en 1929 a los 45 años de edad), compaginó sus trabajos como pintor y escultor con su oficio de panadero. Pepe Checa escuchaba a su padre hablar del abuelo y se quedaba prendado de los cuadros que decoraban las paredes principales de su casa. En aquellas pinturas cubiertas del polvo del tiempo estaba el alma del abuelo que no conoció, pero que se le revelaba como un ejemplo a seguir. Cuando a los nueve años de edad sus padres le regalaron un juego de pinceles el niño descubrió un camino que iba a ser definitivo. No era un juguete más, sino los instrumentos para poder ser feliz.
En aquellos años finales de la década de los sesenta Pepe Checa compartía con su familia los llamados pisos nuevos de La Chanca, 108 viviendas junto a la Rambla de Maromeros. Aquellos bloques tenían como característica diferenciadora con respecto a otras viviendas sociales levantadas en Almería, el gran patio central sobre el que se distribuían las casas. El patio era el alma de aquellos bloques, era el lugar de recreo donde los niños jugaban a todas horas sin los riesgos de la calle; las madres, desde las casas, podían estar pendientes de ellos para echarles un ojo de vez en cuando o compartían el patio con los niños en esos momentos en los que las mujeres se juntaban abajo a tomar el fresco mientras remendaban calzoncillos y calcetines.
En aquellos pisos de clase media estaba el negocio de su padre, Juan Checa Hernández, que tenía una tienda de comestibles en los soportales que daban a la Avenida del Mar. La tienda de Juan Checa era también la de su mujer, Dolores García Plaza, que fue la que puso en marcha la idea de apuntar las deudas de las parroquianas sobre el blanco mostrador de mármol, de tal forma que todas las clientas que iban a comprar se podían enterar de quién pagaba y de quién debía echándole una mirada a aquella original pizarra. Cuando una mujer llegaba con el dinero fresco entre las manos, se quedaba descansando cuando ponía el importe de la deuda sobre el mostrador y le decía a la dueña: “Lola, bórrame de la lápida”. El buen de Juan Checa no llegó a hacerse rico con la tienda porque no sabía decirle que no a tantos que compraban ‘fiao’.
Pepe Checa fue hijo de tenderos y también hijo de emigrantes. Su padre pasó varios años en Alemania y ese alejamiento forjó la personalidad de él y de sus hermanos. En aquel tiempo los hijos de emigrantes tenían la ventaja de disfrutar de mayores libertades que el resto de sus amigos. El no tener encima la autoridad paterna les permitía ciertos privilegios como a la hora de llegar a la casa o de elegir una profesión. “Yo quería ser pintor. Lo tenía claro desde que me regalaron los pinceles y cuando terminé el colegio me matriculé en la Escuela de Artes. No necesité la opinión de mis padres”, asegura el artista.
En aquella época ya le gustaba plasmar en el papel los distintos colores del paisaje que tenía más cercanos: los cerros de La Chanca con su mundo de grandes contrastes; el cielo y el mar que cambiaban de tono y de intensidad según la hora del día, fieles exponentes de lo que él llama el poderío de la luz. “La luz del cielo almeriense ha marcado mi obra. Mi intención ha sido siempre intentar captar las luces y sombras de forma adecuada, crear composiciones lo más perfectas y armonizadas, tratando de hacerlo la mayor rapidez y seguridad a la hora de realizar la mancha, sin titubeos”, explica.
El paisaje es uno de sus principales motivos, y dentro de esos paisajes, ese dios de luz que guía cada una de sus pinceladas. “Los colores tienen que brotar del alma y el pintor los plasma. No guardo las estaciones del tiempo, sino que procuro crear mis propias primaveras, mis propios inviernos”, asegura.
Desde aquel día de sus primeros pinceles cuando cumplió los nueve años, Pepe Checa vive para la pintura. Terminó los estudios de Técnico Superior en Artes Plásticas y se encerró en su estudio, donde vuelve todos los días con la disciplina de un trapecista. Tiene que estar preparado, delante del lienzo, sabiendo que la inspiración no se presenta siempre a la misma hora y hay que esperarla trabajando. A veces no encuentra el camino, y otras se le acumula el trabajo. Es un creador fecundo que ha conseguido vivir de su vocación y sentirse un hombre libre. “Por ahora me va bien. Tengo un público que sigue mis obras y puedo dedicarme por entero a este oficio”, señala.
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