Los solares del puente del tren

Eran terrenos yermos cerca de la estación del tren, un refugio de niños y marginados

Jóvenes  de los años cincuenta en el campo de fútbol a la espaldas de la estación. Se puede ver el puente que llevaba el tren hasta el embarcadero de
Jóvenes de los años cincuenta en el campo de fútbol a la espaldas de la estación. Se puede ver el puente que llevaba el tren hasta el embarcadero de
Eduardo del Pino
15:00 • 23 ene. 2017

La estación quedaba lejos de la ciudad. Llegar hasta allí era como emprender un pequeño viaje. Cruzar más allá de la Rambla para atravesar aquellos parajes donde todavía se sentía el latido de la vega, tenía algo de aventura para los jóvenes de los años cincuenta que buscaban cualquier solar abandonado para alejarse del mundo, para montar un improvisado campo de fútbol. 

El tren que a finales del siglo diecinueve nos trajo las primeras noticias del progreso vivió rodeado de un escenario decadente que parecía esperar un desarrollo que nunca llegaba. A las espaldas de la estación empezaba un universo de campos yermos, de solares de tierra y espacios solitarios que llegaba hasta la entonces Avenida de Vivar Téllez (hoy de Cabo de Gata). Debajo de los dos puentes de piedra y sus arcos aparecía un infinito de abandono, un decorado anclado un siglo atrás donde la civilización quedaba muy lejos. Por aquellos puentes de piedra cruzaban los vagones del tren de vez en cuando con su cargamento de mineral, con aquella amenaza del polvo rojo que con el viento se extendía por el barrio para acentuar el aspecto desolado del lugar. El puente más antiguo iba de la estación hasta los mismos hierros del Cable Inglés, en la playa de las Almadrabillas. El puente más moderno llegaba hasta la playa de San Miguel para alimentar el vientre de los barcos que venían a cargar al Cable Francés. 

Aquellos descampados bajo los puentes representaban una isla entre la ciudad, que termina en la Rambla y los nuevos barrios que empezaban en las calles de Ciudad Jardín, que en aquel tiempo estaban todavía organizándose. Al otro lado del puente que iba hasta el Cable Francés aparecía la calle de la Marina, con sus casillas de planta baja manchadas de rojo y enfrente las naves de los depósitos del nitrato de Chile, donde iban los agricultores de la vega a recoger el abono.
Aquel escenario al margen de la ley era un lugar propicio para los niños y los marginados. En sus terrenos se establecieron varios campos de fútbol en unos tiempos en los que para inventarse un ‘estadio’ sólo hacía falta un trozo de tierra, una pelota vieja y cuatro piedras para hacer las porterías . Allí se retaban los equipos que surgían como flores de cada barrio: el Almedina, el Carabela, el Cultural, el Majadores, el Urcitano, el Cámaras, el Lepanto, que organizaban sus retos en aquel improvisado complejo deportivo donde estaban a salvo de la vigilancia de los policías municipales, la eterna pesadilla del fútbol callejero.

 Bajo las sombras de los arcos del puente anidó un tipo de prostitución callejera y pobre que habitaba aquellos rincones  cuando caía la tarde. Las ‘pajilleras’, como eran conocidas popularmente,  rondaban por los lugares más sórdidos de las afueras y aprovechaban cualquier escondrijo para emprender su negocio: un montón de escombros, los árboles moribundos o los matorrales de la antigua vega para prestar sus servicios a cambio de unos duros. Solían ser mujeres de mediana edad que exhibían los últimos destellos de su decadencia entre las sombras del puente, bajo la complicidad de la noche que todo lo transformaba. Mal pintadas y temblando de frío, eran la viva imagen de la derrota.
De vez en cuando rondaban por la zona los guardias para espantar a los ‘amantes’ y hubo varios casos en los que el cliente y la prostituta terminaron con sus huesos en el Arresto Municipal teniendo que pagar una multa por exhibicionismo. También eran muy perseguidos los vagabundos que buscaban cobijo al amparo de los muros del puente. Los municipales los perseguían y los que no tenían casa ni familia acababan en los albergues para pobres que había repartidos por la ciudad.

A tan sólo unos metros del puente de piedra, cerca de donde en los años setenta se levantó el popular Toblerone, existían todavía los restos de un refugio de la Guerra Civil, excavado por los vecinos y los trabajadores del ferrocarril, un lugar donde la gente se ocultaba cuando sonaban las sirenas anunciando los bombardeos. En los años cincuenta el refugio se quedó como un rincón exótico al que iban a jugar los niños del barrio del Tagarete, donde se atrincheraban cuando organizaban sus guerrillas a pedradas.











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