Cuando no sabíamos el significado ideológico de la palabra, el Yugo era para muchos de nosotros, niños de los sesenta, aquel periódico modesto y cercano en el que los domingos buscábamos la alineación que esa tarde iba a presentar el Almería. En mi casa, el periódico sólo llegaba los domingos, como un pequeño lujo del día festivo, que mi padre compraba en uno de los kioscos del Paseo. Para él siempre fue el Yugo, incluso veinte años después de que le hubieran cambiado el nombre.
La presencia del diario añadía un aliciente más a la mañana del domingo: el placer de quedarse en la cama unas horas más sabiendo que no había que ir al colegio; el olor del desayuno en la lumbre con las voces de los locutores de la radio de fondo; y la certeza de encontrarse encima de la mesa con el periódico oliendo todavía a tinta fresca, con las noticias queriéndose salir del papel. En aquel manojo de páginas encontrábamos todo lo que necesitábamos saber de nuestro pequeño universo infantil: la última hora del fútbol local, la escasa programación de la tele, y las carteleras con las películas del fin de semana.
Algunos sábados, cuando por la tarde íbamos a ver alguna película al cine Hesperia, mientras hacíamos tiempo para entrar nos gustaba traspasar la puerta del periódico que estaba enfrente y entrar en aquel mundo mágico donde a primera hora de la tarde reinaba el sonido de las teclas de las máquinas de escribir. Unas horas después, cuando salíamos del cine, ya de noche, la sede del viejo Yugo empezaba a derramar su incomparable olor a tinta, a papel y a plomo. Aquel perfume era toda una invitación a la lectura y tenía para nosotros el mismo poder de persuasión que el olor a libro viejo con el que nos reencontrábamos cada vez que íbamos a la Biblioteca Villaespesa del Paseo a leer los tebeos.
Para los niños de entonces el oficio de periodista tenía un toque de glamur. Mirábamos a los reporteros locales con envidia. Pensábamos que lo sabían todo, que las noticias salían de sus manos, como si ellos mismos las crearan, y nos daban envidia porque tenían el privilegio de entrar gratis a casi todo. Muchos domingos, cuando estábamos ante la puerta del estadio de la Falange esperando a que nos sacaran la entrada, veíamos llegar al redactor de deportes y al fotógrafo sin tener que pasar por la taquilla, mostrando en sus carnés todo su prestigio de personajes locales, siendo saludados por los porteros como auténticas personalidades. Cuánto envidiábamos a Salmerón, el fotógrafo que se ponía a tres metros del portero y era el primero que intuía el gol antes de que el balón besara la red, y a Manuel Román, que anotaba los goles en su libreta y gozaba del privilegio de poder entrevistar a los jugadores después de los partidos.
Conocimos el Yugo cuando ya era La Voz de Almería, pero aún seguía manteniendo las viejas formas artesanales de hacer el periodismo, y aquella antigua sede en un viejo caserón que hacía esquina en la calle del General Segura y la Rambla.
Entre las cuatro y las cinco de la tarde solían llegar los redactores al periódico. A esa hora empezaban a escribir sus artículos en las máquinas Hispano Olivetti que funcionaban con una armonía perfecta y que a última hora de cada jornada parecían echar humo cuando se acumulaban las prisas. El trabajo de elaboración era lento y hasta la madrugada no se cerraba la edición. A las cinco de la mañana los periódicos salían de la rotativa y eran transportados hasta la estación para que cogieran el tren Correo de la mañana y los autobuses de los pueblos. El periódico se confeccionaba en la misma sede, donde estaba la imprenta y la histórica rotativa conocida como la ‘rotoplana Duplex’, que estuvo funcionando desde 1940 a 1974.
Cada noche, cuando los ruidos de la ciudad se habían apagado, cuando la calle General Segura y el Paseo se habían quedado vacíos, el ruido monótono de los talleres del periódico retumbaba como el corazón de un gigante en la soledad de la madrugada. El que fuera alcalde de Almería durante años, don Emilio Pérez Manzuco, que tenía su vivienda en los altos del edificio del periódico, llegó a declarar en una ocasión, cuando le preguntaron que cómo podía soportar el ruido de la rotativa, que no le causaba ninguna molestia, todo lo contrario: “con el silencio de las máquinas en las noches de los domingos a lunes no consigo dormir bien”, comentó.
En aquellos años La Voz de Almería no salía a la calle los lunes, por lo que la noche de los domingos, cuando el cine Hesperia cerraba sus puertas, aquel rincón de la ciudad junto a la frontera de la Rambla se quedaba desierto.
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