En esos días aciagos, Tina Modotti vio como la ciudad sureña en la que llevaba un mes se llenó de pronto de miles de criaturas desvencijadas por el hambre. Los soportales de las casas del Paseo aparecían repletos de ancianos tullidos, niños con sarna, mujeres de ubres escuálidas dando de mamar leche agria sobre un sucio colchón; en el zaguán del Círculo Mercantil, hombres con las cuencas hundidas se arrancaban liendres y piojos unos a otros con un peine gastado, masticando cañadú. A otros recién llegados, por el centro de control de la Venta Eritaña, supervivientes de las bombas de los cazas italianos y de los cañonazos de la Armada fascista, los concentraron en el Cuartel de la Misericordia donde les dieron de comer un plato de lentejas y unas mantas para taparse.
Pero lo que más conmovió aTina -enfermera italiana en el Hospital de Sangre del Socorro Rojo, en el Paseo de la República- la imagen que no olvidaría ya el resto de su corta vida, fue la de un grupito infantil en la Plaza Circular, a cuyo frente como ‘cabeza familia’ estaba una chiquilla de once años que respondía al nombre de Valeria García Vargas, que cuidaba de tres niños de menos de siete años y de un bebe de pecho que sostenía en sus brazos como una María Inmaculada.
Su madre había sido acribillada por una ráfaga en Castell de Ferro y su padre se había colgado desesperado de la rama de un olivo. La prole había conseguido llegar a Almería gracias a Norman Bethune, ese médico canadiense, ese apóstol de la caridad, que con su vehículo-ambulancia fue recogiendo niños y ancianos de la carretera de Málaga a Almería, salvando cientos de vidas que se han ido multiplicando por generaciones, como el alemán Schindler con el pueblo judío.
La desbandá acababa de irrumpir en Almería como una colmena de abejas desnutridas esa tarde de sábado 12 de febrero de 1937: 40.000 almas sedientas y hambrientas, familias enteras que habían salido de Málaga con lo puesto y que cinco días más tarde encontraban al fin un plato de sopa caliente y un sanatorio donde curar sus lesiones.
Casi se duplicó en un solo día la población de una ciudad que no estaba preparada para ese aluvión de atroz tragedia y a la que llegaron cientos de voluntarios del Socorro Rojo Internacional.
El Gobierno llegó a pedir a los valencianos que renunciaran a comer pan durante tres días para poder enviarlo a los refugiados malagueños.
Entre estos voluntarios emergió la figura, casi desconocida, de Tina, actriz, periodista y fotógrafa italiana que con 17 años había emigrado a Hollywood y que cuando estalló la Guerra española se alistó como miliciana en el Quinto Regimiento, hasta que vio que podía ser más útil de enfermera que disparando un cetmet.
Leyó en Ayuda, el órgano del Socorro Rojo donde ella misma escribía, que se necesitaban manos caritativas en Almería, que era una ciudad asediada por los bombardeos y que aún no había fortificado sus refugios. Y hasta allí llegó la hija de Dante, poniéndose a las órdenes del cirujano Unzurrunzaga que estaba al frente del Hospital de Sangre y compartiendo labores humanitarias con Matilde Landa, una destacada dirigente del Partido Comunista. Desde allí escribió Modotti en su vieja Remington, para Ayuda -con el pseudónimo de Vera Martini-incendiarios artículos contra los fascistas con escenas dantescas de la llegada de los refugiados malagueños.
Y allí, en esa Almería confusa y transitada por seres con la mirada alucinada por esos tiempos pavorosos, coincidió Tina con la fotógrafa alemana Gerda Taro, y su amante Robert Capa, que llevaron las instantáneas capturadas a revistas francesas que publicaron entonces a esos hombres con los pies ensangrentados de caminar descalzos, esos borricos con serones de donde emergía la cabeza famélica de un niño, esos carros con sacos de ropa, sartenes y alguna gramola que había sobrevivido milagrosamente a un holocausto de más de 200 kilómetros por los caracolillos de la N-340. Fue la Desbandá, de la que ahora se cumplen 80 años, la mayor masacre civil del siglo XX , antes de que las perrería de Hitler y Stalin le arrebataran el podio.
Queipo de Llano se cebó con Málaga por tierra, mar y aire y los malagueños salieron despavoridos creyendo en las leyendas que circulaban de que los moros les estaban arrancando los ojos a los republicanos y los senos a las mujeres. Pero se dieron cuenta tarde de que el camino elegido era peor: una autentica carnicería humana en la que perececieron más de 5.000 infelices.
Los últimos días, toda esa columna de desharrapados ya no podía controlar el hambre y arrasaron casas y haciendas: en Adra desfalcaron 18 domicilios y en La Cañada, el Cortijo del Fiscal y el del Violín. Las autoridades almerienses apenas pudieron contener la avalancha, por lo que la mayor parte siguieron camino hacia Murcia y Alicante para embarcar rumbo a Orán.
Muchos de esos malagueños quedaron en Almería, sobre todo en el barrio de La Chanca, donde sus descendientes se han ido mezclando con los nativos almerienses, aunque sin olvidar para los restos todo ese sufrimiento heredado.
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