El edificio de la estación estaba prácticamente terminado antes del verano de 1895. En mayo llegaron de París las puertas y los balcones de madera de roble que le dieron el penúltimo empujón a la fachada principal. En aquellos días de euforia colectiva en los que la gente iba a pasear por aquel paraje como si estuviera en la Puerta de Purchena, fueron numerosas las familias de la burguesía local que contrataron a los principales fotógrafos de la época para retratarse con la estación como telón de fondo.
La actividad era intensa alrededor del ferrocarril. El artista Andrés Moreno trabajaba en los últimos detalles de la pintura y el decorado interior y llegaban noticias de que de un día a otro se iban a instalar los relojes.
En la fachada principal destacaba la gran galería central construida de hierro y cristal formando un arco ojival, en cuya parte central empezó a colocarse un magnífico reloj de esfera transparente con caja de cristal. En la fachada posterior se colocaron dos relojes, todos bajo la tutela de la acreditada casa armadora del maestro don Antonio Ferrer Gallurt, ilustre relojero de la ciudad que desde antiguo tuvo su taller en el corazón de la calle de las Tiendas.
Los relojes de la estación y aquella gran cristalera escarchada que presidía el edificio formaron parte del inventario infantil de varias generaciones de niños que en la escuela cantábamos aquella canción que decía: “Que llueva, la Virgen de las Cuevas, que caiga un chaparrón y rompa los cristales de la estación”. Luego, cuando íbamos por allí a esperar el tren comprobábamos que la cristalera estaba intacta, que había resistido a la última tormenta y que su destrucción sólo ocurría en la letra de aquella repetitiva cantinela de tardes de colegio.
Para muchos de nosotros, la hermosa estación de Almería era entonces un lugar remoto y lleno de emociones. Allí descubrimos la amargura de las despedidas, la inquietud de las esperas y la alegría desbordada de los recibimientos cuando íbamos a recoger al hermano estudiante que regresaba de Madrid o de Granada. Llegábamos a la estación una hora antes de que el tren diera señales de vida para sentir como se iba aproximando. Sonaba el altavoz del edificio y una voz de ultratumba nos iba anunciando que el Automotor ya había pasado por Gádor y que estaba a punto de asomar por el horizonte. Los niños, aprovechando el descuido de los funcionarios, jugábamos a pegar el oido a las vías para escuchar como latía el corazón de aquellos vagones que todavía estaban a varios kilómetros de distancia.
Aquellas noches de tren la estación se llenaba de vida con las familias que se agolpaban en los andenes y los taxis que acudían a hacer negocio. Cuando había tren aquel escenario entre la vega y el mar se transformaba, despojándose de la soledad en la que estaba envuelto la mayor parte del día.
Hasta los años setenta, la estación de Almería estaba fuera de la ciudad, en un territorio fronterizo, en medio de un descampado solitario y mal comunicado donde todavía se veían más carros de mulas cargados de verdura y más coches de caballos que vehículos de motor. Ir a la estación era una aventura para los niños del centro, que sólo con pasar al otro lado de la Rambla ya teníamos la sensación de haber emprendido un viaje. Ir a la estación significaba también encontrarnos con un decorado mítico, el lugar prohibido que atravesaban nuestros hermanos mayores para ir al instituto masculino, más allá de Ciudad Jardín. Ellos nos contaban sus primeras hazañas estudiantiles cuando todas las mañanas, antes de las nueve, se saltaban las reglas cruzando por las vías del tren por el puro placer de lo prohibido y por ahorrarse diez minutos de caminata.
La estación formó parte de nuestras vidas desde que siendo niños la mirábamos con ojos de admiración y de aventura, como si estuviéramos en un lugar remoto, en otra ciudad diferente, y desde aquella noche repetida generación tras generación en la que miles de mozos tuvimos que embarcar en un viejo vagón para que nos llevara lejos a cumplir con el servicio militar.
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