El balcón de la casa noble de San Pedro

La vivienda presidía por el sur la Plaza de San Pedro, con sus espléndidos balcones enrejados

Eduardo D. Vicente
15:00 • 10 feb. 2017

A finales de los años sesenta, la ciudad conservaba todavía muchas de sus grandes casas señoriales que aparecían salpicadas por las calles desde el Paseo al barrio de la Almedina. Impresionaban por sus fachadas sembradas de grandes ventanas y espléndidos balcones que se asomaban a la calle para anunciarnos que todavía estaban llenas de vida.

Los balcones nos contaban una historia, con su universo de macetas y con las cuerdas donde las madres ponían la ropa a secar. Las más antiguas tenían balcones enrejados donde los niños parecían reos cada vez que se asomaban para ver la vida pasar. Casi todos teníamos un amigo o un compañero del colegio que vivía en una de aquellas viviendas nobles en cuyo vientre escondían maravillosas escaleras de caracol que comunicaban los patios con la azotea. La casa antigua que fue granero, situada en la vieja Plaza de Castaños, tenía hermosos balcones que la rodeaban, escalera de caracol interior, y un entremado de escalones de madera entre planta y planta, tan agrietados por el tiempo que cuando los pisábamos crujían como se fueran a resquebrajarse de un momento a otro. 
Otra de aquellas casas que formaron parte de nuestra infancia fue la conocida como la casa de los Remacha, que ocupaba una parte de la fachada sur de la Plaza de San Pedro y llegaba hasta la esquina de la calle de Siloy.  Joaquín Santisteban, que fue cronista de la ciudad, contaba que en los primeros años del siglo pasado tuvo la oportunidad de visitar una vez aquella espléndida mansión  y conocer de los tesoros que guardaba. Decía que en sus habitaciones se podían encontrar vajillas de gran valor, y que existía una sala llena de magia con multitud de casitas y muñecas guardadas doscientos años atrás, que se habían ido acumulando en el tiempo hasta componer una un extraño almacén lleno de viejas ilusiones infantiles. 

La casa tenía una preciosa galería de cuadros de célebres pintores, armarios con armaduras y espadas, algunas de antiguos conquistadores de Almería, muebles de caoba y maderas olorosas y una biblioteca que en 1886 fue vendida al municipio. La casa, que estuvo en pie hasta los años setenta, fue escenario de algunos negocios importantes en su piso bajo. Allí estuvo desde 1877 el taller de litografía y la academia de dibujo de Hilario Navarro de Vera, donde se elaboraban de forma artística las tarjetas de visita de la época, las papeletas de luto, las esquelas de funeral y también las láminas de minas en las que se detallaba el plano de su demarcación y los lugares colindantes. Allí vendían también las mejores litografías con las vistas de los rincones más pintorescos de la ciudad. 

En la casa de los Remacha estuvo también desde los primeros años del siglo pasado la tienda de ultramarinos de La Constancia, que el lunes 25 de abril de 1904 abrió sus puertas por primera vez. Era una tienda de ultramarinos finos propiedad del comerciante almeriense Rafael J. Romero. Cuando abrió aquel comercio de coloniales, la ciudad se estaba preparando para recibir el Rey. Al día siguiente, el martes 26 de abril de 1904, Alfonso XIII iba a visitar Almería para inaugurar el Cable Inglés. Por eso, lo primero que hizo fue engalanar la fachada con guirnaldas con los colores de la bandera española y pintar en los escaparates la frase ‘Viva el Rey’, que destacaba entre las latas de conservas y las tabletas de chocolate que se amontonaban detrás de los cristales.  

La tienda de ‘La Constancia’ se mantuvo en lo más alto del comercio almeriense hasta que estalló la guerra civil. A finales de julio de 1936, uno de los comités obreros que recorrían la ciudad, clausuró el local y tomó prisionero a su dueño. Rafael y su hermano Nicolás’. Durante la posguerra, volvió a convertirse en la tienda más importante de la ciudad. Fue la única que pudo vender de forma autorizada la leche condensada. Los botes se entregaban al público abiertos y uno por cliente para evitar la reventa del producto. Rafael J. Romero aguantó al pie del mostrador hasta 1949, cuando desgastado por la edad y por las secuelas físicas que le había dejado el tiempo que estuvo preso, decidió traspasarle la tienda a Salvador López Parra, su último propietario.

Aquel caserón lleno de siglos le estuvo dando prestigio a la Plaza de San Pedro hasta los años setenta cuando el negocio del crecimiento urbanístico se lo llevó por delante. En sus balcones enrejados se apelotonaban los niños en la tarde del Viernes Santo para ver la salida de la procesión del Santo Sepulcro. 







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