Nada había más almeriense que subirse a la encalada azotea y quedarse mirando los barcos de vela cómo se acercaban a la ensenada de La Chanca; o apostarse en el Malecón o en el Paseo de San Luis y ver alejarse los faluchos de madera en singladura hacia otros muelles. Nuestros bisabuelos se quedaban embelesados cuando aparecía en lontananza el Tintoré a cargar mineral, con ese porte aristocrático de Titanic que admiramos ahora en las postales de J. Orihuela; o cuando la bodega del Murillo empezaba a llenarse de quintales de uva blanca criada en el aluvión del Andarax.
Los almerienses de aquella ciudad chata -como le gustaba decir a la señorita Celia- miraban al mar porque por allí llegaba todo: los pescadores que volvían con los trasmallos, los vapores que venían a por emigrantes, los acorazados alemanes que bombardeaban la ciudad, el servicio decenal de Melilla, que aparecía en el horizonte con la tripulación respirando yodo en la cubierta.
Se cumplen ahora justo cien años desde que naciera esa naviera, las Trasmediterránea, la dueña del entrañable Melillero, cuya historia está tan cosida a la ciudad.
El Puerto entonces, antes de que se levantara esa verja casi gibraltareña, era cosa de todos: allí, entre el rumor de las grúas y el sonido de las sirenas de los barcos, entre el olor a estopa y a salitre, acudían pescadores de caña a sacar mujos en el cantil, recaderos a transportar barras de hielo, industriales a vigilar el trabajo en los tinglados, parejas de novios a echar la tarde del domingo de punta en blanco tras el vermú y estraperlistas a embarcar en el Melillero para traer, por encargo, aparatos de radio Sanyo, vaqueros Loy’s, quesos de bola, mantequilla holandesa o cartones de tabaco americano escondidos en la chaqueta de franela, aprovechando que la ciudad vecina era puerto franco y no se aplicaban impuestos a los artículos de lujo.
Uno de los más célebres ‘correos melilleros’ fue Antonio el Pirulo que se movía por el entorno de la Puerta Purchena anotando encargos en la libreta, desde un paraguas a unas medias de seda. De los pueblos también llegaban otros trajinantes, como el Gineso de Garrucha, para echar el día en las tiendas de Melilla y volver con unos relojes Seiko Quartz o unas botellas de whisky de malta, que luego revenderían con un margen de ganancia entre su clientela.
Hace ahora, por tanto, un siglo, que cuatro armadores catalanes y valencianos -Tintoré, García Corrons, Dómine y Ferrer Pesset- constituyeron la Trasmediterránea con una flota inicial de 44 buques para hacer el transporte marítimo con las islas y con el Norte de Africa. Desde los primeros tiempos, la recién nacida naviera cubrió la ruta Almería Melilla en combinación triangular con Málaga.
Su primer agente almeriense fue Hijos de Ricardo Giménez y después Francisco Cordero y su viuda, con oficina en el Paseo, quien tenía como capataz en la estiba y desestiba a Luis Doucet y como administrativos a Juan Leal Rodríguez, José Luis Gómez Cruz y como ordenanza a Sebastián Martín. Uno de los primeros barcos melilleros fue el Delfín que desde 1918 atracaba en Almería. Era conocido como el barco del arroz y llenaba sus bodegas también con harina, aceite y bacalao, hasta que en uno de sus trayectos entre Málaga y Almería, en plena Guerra Civil, fue torpedeado por un submarino alemán.
Después de la Guerra, con la naviera en manos de los March, aparecieron otros buques como el Ciudad de Ceuta y su gemelo, el Ciudad de Alicante y también el Fuerteventura, el Ciudad de Alicante, el Virgen de Africa y el Plus Ultra. Eran barcos que cargaban aún sus bodegas con primitivos puntales, izaban destartalados vehículos con una malla de cuerda y cargaban pollos y conejos para avituallamiento de los oficiales españoles en la ciudad autónoma.
Había un curioso contrabandista almeriense que solía viajar con algún marranico escondido en un saco de tela al que antes de embarcar había anestesiado para que no gruñera con una esponja empapada en Anís del mono en la taberna El Patio de la calle Real.
Pasaron los años, el Puerto fue creciendo y cada vez más emigrantes marroquíes volvían de la próspera Europa a su tierra natal, vía Almería, para una temporada de vacaciones. Trasmediterránea apostó por un nuevo consignatario, Ronco y Cía representado por José Ronco Infantes y Francisco Pérez Briones.La naviera botó un nuevo barco, el Vicente Puchol, quizá el más legendario de todos los melilleros, y con el que la ruta pasó a ser diaria.
El día de su estreno, el 12 de febrero de 1969, fue un espectáculo en la ciudad, con el Puerto engalanado con guirnaldas bajo las que paseaba el gentío. Y arriba, junto al palo mayor, todas las autoridades civiles y militares de blanco nuclear, aguardando para estrellar contra el casco una botella de espumoso. A las 11 de la noche, con la luz de los farolillos, zarpó de la bahía rumbo a Melilla, en su viaje inaugural, la nueva nave, con el alcalde Gómez Angulo, el presidente de la Diputación Jesús Durbán y el Gobernador Juan Mena de la Cruz.
En el puesto de mando, esa noche y otras muchas como esa fumaría innumerables pitillos el capitán Juan Carlos Balanyá, como también lo hicieron después Antonio Sentis y los hermanos Isidoro y Jesús Gorriño, hijos del práctico del Puerto. El Vicente Puchol y el Antonio Lázaro fueron los barcos que modernizaron la ruta melillera, con carga rodada y camarotes de lujo, para una demanda que no paraba de crecer y para aquellos entrañables contrabandistas de andar por casa que se fueron extinguiendo poco a poco hasta desaparecer por completo.
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