Aquel era un barrio de decorado de cine, un suburbio irreal que a los niños de entonces nos llenaba de emociones cada vez que nos atrevíamos a recorrerlo. Sus pequeñas casas blancas, recortadas como cubos y sobrepuestas unas encima de otras como en un juego de arquitectura, trepaban por las rocas del cerro de la Alcazaba formando callejuelas de apenas un metro donde cualquier encuentro era siempre una aventura. Visto desde el Cerro de San Cristóbal parecía un espejismo, un poblado de cartón piedra pegado a las rocas del viejo torreón.
Aquel barrio pequeño y pobre, que se asomaba a la ciudad desde un balcón privilegiado, se llamaba el Pulpitillo y estaba formado por apenas treinta casas que habían ido surgiendo del caos y de la necesidad. Allí no llegaron nunca las normas municipales y la gente se fue construyendo sus propias viviendas, a veces en sitios inverosímiles donde las casas parecían pender de un hilo. Era un enigma averiguar cómo se mantenían en pie cuando en los días de tormenta el agua caía desde el cerro de la Alcazaba como si fuera una catarata, cuando los vecinos tenían que combatir las goteras a fuerza de cubos y las fachadas estallaban de tanta humedad.
El Pulpitillo formaba parte de una gran manzana que empezaba detrás del Ayuntamiento, y que incluía en su laberinto a las callejuelas de Toledo, Luna, Viña y Hoya, un mundo más rural que urbano, donde reinaban los gatos a sus anchas y donde el decorado natural eran las pencas que rodeaban el entorno. En la parte más alta del barrio, a los pies del torreón, existía un sendero que los niños habían ido abriendo entre las chumberas, un camino que recorría la ladera norte de la Alcazaba y ascendía hasta las puertas del tercer recinto.
Hasta los últimos años sesenta, el Pulpitillo fue un lugar poblado por gente humilde donde las casas de las familias llamadas decentes se mezclaban con las viviendas donde las mujeres ejercían la prostitución. El conocido popularmente como el barrio de las Perchas era un escenario de mestizaje y de grandes contrastes. No se trataba de un barrio chino como había en Barcelona, donde calles enteras se mostraban como un inmenso escaparate del vicio. Las Perchas era un arrabal pobre sin otra pretensión que la de la supervivencia, donde una mujer podía ejercer el viejo oficio al lado de la casa de una modista o de la vecina que ponía inyecciones. Hasta que empezó su declive, aquel barrio no fue nunca un gueto, sino una parte más de la ciudad antigua envuelta en una atmósfera decadente.
El Pulpitillo era un escenario donde las puertas de las casas siempre estaban abiertas y donde a cualquier hueco se le llamaba ventana. Las calles eran tan estrechas que apenas podían cruzarse dos cuerpos a la vez, tan metidas dentro de las casas que desde la pared de enfrente uno podía ver el viejo comedor de la vivienda donde casi siempre aparecía uno de aquellos retratos sepias de novios marchitos que servía para tapar un desconchado. En el Pulpitillo la vida estaba a flor de piel, a la vista de todos. Las casas eran tan pequeñas que no había donde esconder un secreto y la gente pasaba más tiempo en las puertas y en los trancos que dentro de las habitaciones.
En los días soleados las azoteas se llenaban de ropa blanca que le daban a las casas un aspecto de veleros varados entre las rocas de un cerro. En las fachadas siempre había jaulas de pájaros y alguna mujer sentada a la sombra repasando unos calcetines. Otra escena que se repetía a diario era la de las muchachas que iban a llenar los cubos de agua al caño que existía en la calle de la Viña en un tiempo en el que la mayoría de las viviendas no tenían agua potable y algunas de ellas no conocían todavía el adelanto de la luz eléctrica.
En los inviernos el Pulpitillo se llenaba de pequeñas fogatas. Eran los braseros con los que se calentaban los vecinos fuera de las casas. Aquellas lumbres acentuaban la atmósfera decadente del lugar, que se llenaba de fuego y sombras y de ese olor a madera pobre tan característico de los barrios de nuestra infancia. Cuando de niño tenía que pasar por alguna de aquellas calles en busca de la costurera que le estaba metiendo el bajo al pantalón o a a que me pinchara la mujer de las inyecciones, mi madre me alertaba para que no me parara delante de las casas de las mujeres de la vida. Aquella advertencia era suficiente para que después de pasar por las manos de la ‘enfermera’ para que me pusiera la ‘banderilla’ me quedara unos minutos mirando la vida de aquellas mujeres que sentadas en las puertas exhibían sin pudor los últimos esplendores de un naufragio irremediable.
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