Entre los grandes cambios que trajeron los años setenta, época de constantes innovaciones sociales, asistimos a algunos que transformaron la vida cotidiana de la mayoría de nuestras casas, pequeñas revoluciones que también marcaron una época y que en muchos casos fueron flor de un tiempo: nacieron y se pasaron de moda en apenas una década.
Los años setenta modificaron nuestros escenarios más cercanos. Vimos como nuestros barrios antiguos se modernizaban con la construcción de nuevos bloques de edificios que trajeron más vecinos y nuevos negocios, y asistimos también a transformaciones importantes que se instalaron en nuestros hogares, muchas de ellas de la mano de los anuncios de la televisión. El aparato de la tele se generalizó, llegando hasta los comedores más humildes y se convirtió en uno más de la familia. Ocupó el puesto más importante de la casa, el más visible, convirtiéndose en un mueble de lujo que muchas madres solían adornar colocándole encima un pequeño tapete de ganchillo sobre el que reposaba un jarrón de flores.
La tele nos trajo una de las modas más peculiares de la década: el papel pintado, que entró como un soplo de aire fresco en todos los hogares. El boca a boca funcionó a marchas forzadas y cuando una familia del barrio forraba las paredes de papel pintado, las otras no tardaban en copiarle la idea. El papel pintado cambió la estampa de nuestras viejas paredes desconchadas a las que una vez al año el ‘blanqueaor’ les daba una mano de pintura para combatir la maldita humedad. El papel, sembrado de colores, flores y estampados, llegó con la promesa de quitarnos la humedad y de cambiar el aspecto monótono de nuestras paredes, que se llenaron de vida para adaptarse a los nuevos tiempos.
En Almería hubo dos comercios que destacaron por su apuesta por esta nueva moda. En la calle de Regocijos, la firma ‘Víctor Decoración’, y en la calle Real, ‘Papeles Pintados Real’, con sus escaparates donde anunciaban las tres marcas más populares de entonces: Goya, Colowall y sobre todo, FPD, que era el papel pintado más famoso por aquel anuncio de televisión que nos dejó en la memoria el recuerdo de su estribillo: “Para decorar con buen gusto. La belleza de las nuevas paredes”.
El papel pintado nos decoró las habitaciones y se llevó por delante una costumbre muy arraigada entre los adolescentes de aquel tiempo, el póster del dormitorio. El día que vimos entrar en nuestra habitación a un padre y a una madre ‘armados’ con una brocha, un cubo lleno de cola y varios rollos de papel pintado, comprendimos que la fotografía de nuestro cantante favorito y de nuestro equipo de fútbol tenía que pasar al cajón del olvido.
El papel pintado formó parte de una época, conviviendo con otras costumbres, con otros detalles que también fueron flor de un tiempo dentro de los hogares. Tan característico como el papel decorativo era el cuadro con la imagen de Jesús que se colocaba junto a la puerta de entrada con un eslogan que decía “Dios bendiga esta casa”, o las figuras de San Pancracio y San Martín de Porres que velaban por nosotros.
El papel pintado convivió con las mesas de camilla que en invierno eran el punto de reunión de la familia, en las que se colocaba el brasero que tantas suelas de zapatos se llevó por delante. Todavía teníamos en las casas aquellos viejos interruptores de la luz en forma de pera y manteníamos la tradición de la escupidera debajo de la cama por si había que orinar durante la noche.
En aquella época nos llegó otra moda de fuera que nos servía para averiguar el tiempo que iba a hacer al día siguiente en una época donde el hombre del tiempo del Telediario nunca acertaba con Almería. “Aquí se estrellan los talentos”, solíamos decir cuando la noche anterior nos había contado que iba a llover. Aquella moda de la climatología nos llegó de Melilla, y era una casa de madera que se colgaba de la pared, con dos puertas en las que aparecía, o un señor con chubasquero o paraguas si se acercaba una borrasca, o una señorita vestida de primavera si el pronóstico nos anunciaba buen tiempo.
En aquellos años setenta eran muy frecuentes las visitas y cuando venían se les preparaba un recibimiento en el salón, donde estaba la tele, donde se acababa de instalar el papel pintado. Sobre la mesa, nuestras madres preparaban los botellines de cerveza, las patatas fritas de bolsa y el plato de las aceitunas que tanto amenizaban la conversación. Para los niños, lo más habitual en aquellas reuniones era la Fanta, aunque tampoco estaba descartado que los más pequeños compartieran con un adulto una cerveza, que entonces gozaba de buena fama porque “tenía mucho alimento”. Algo parecido ocurría con el vino dulce, una bebida permitida para los niños y que tantas veces consumimos con una yema de huevo para despertar el apetito antes del almuerzo.
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