A los niños de mi generación nos motivaban en la escuela con un refuerzo negativo: “Mira que si sigues así y no estudias acabarás trabajando de albañil en alguna obra”, nos decían los maestros y luego nos repetían nuestros padres. Ser albañil era, a juicio de nuestros educadores, una condena más que un oficio, la única salida para los que no habían aprendido otra profesión y para los que estaban peleados con los libros, que debían de ser muchos, porque había albañiles por todas partes.
Era una época de grandes cambios urbanísticos, en los que la vieja ciudad iba muriendo en beneficio de la modernidad que iba a sembrar nuestras calles de nuevos inquilinos de cemento, hierro y hormigón. En los barrios antiguos la revolución se llevó por delante muchas de nuestras humildes viviendas de puerta y ventana con azoteas luminosas y también algunos caserones cargados de siglos que eran un referente para nosotros. Cuando tiraban una casa antigua el argumento que utilizaban para convencernos de aquel desastre era siempre económico y nos recordaban que los pisos modernos multiplicarían el número de vecinos, que donde antes vivía una familia ahora iban a tener cabida doce, y que los pequeños negocios se verían favorecidos con la renovación.
A finales de los años sesenta era difícil encontrar una calle donde no hubiera una obra. Cruzamos la infancia rodeados de obras y conviviendo con aquellos maestros del andamio y del palustre con los que llegábamos a coger confianza al cabo de los meses. A muchos niños de entonces nos gustaba ir a las obras para ver cómo trabajaban los albañiles, y cuando por el roce entablábamos amistad, acabábamos convirtiéndonos en sus recaderos, los que íbamos a comprarles el tabaco al estanco o los que a la hora del almuerzo les traíamos de la tienda más cercana las cervezas de litro recién sacadas de la nevera. A cambio del favor recibíamos una propina aceptable o el pequeño privilegio de sentarnos a su lado, en uno de aquellos ladrillos que servían de silla, para compartir un cigarrillo a escondidas como si fuéramos hombres como ellos.
Para nuestros ojos infantiles, los albañiles no eran unos desdichados como nos habían dicho en la escuela. Nosotros los idealizábamos porque nos parecían hombres de una gran fortaleza, con los músculos de los brazos marcados de tanto acarrear cubos de mezcla y libres de las cadenas del colegio y de los estudios que tanto nos agobiaban. Los mirábamos y nos decíamos: “Que suerte, estos no tienen que aguantar al maestro ni tienen que estudiar para el examen de mañana”.
Nos gustaba contemplar su fuerza bruta y también la alegría de esos hombres que gozaban de la absoluta libertad de cantar mientras que estaban trabajando y de piropear a todo ser humano con faldas que pasara por debajo de la obra. Los albañiles de entonces, al menos los que yo conocí, se sabían de memoria todo el repertorio de Manolo Escobar: “Rumbera, mujer de ron y canela, a tí te llaman rumbera”, empezaban a cantar cuando una muchacha cruzaba por delante. “Viva el vino, y las mujeres, que por eso son regalo del señor”, gritaba otro.
Nos gustaba mirarlos mientras trabajaban: la monotonía del que hacía la mezcla; el despliegue de fuerza del que subía las rampas de los pisos con el carrillo de mano cargado; la valentía de los que se jugaban el tipo sin inmutarse en la altura de los andamios con el palustre en la mano y el cigarrillo entre los labios. Nos gustaban aquellos tipos, héroes de andar por casa que desafiaban el frío del invierno con sus camisetas de tirantas y se guardaban del sol colocándose pañuelos húmedos sobre sus cabezas. Eran hombres forjados en la dureza del trabajo a la intemperie, todo lo contrario que nosotros, niños delicados que nos fatigábamos sólo con mirarlos; tipos duros que no se cansaban nunca y que no eran delicados a la hora de comer, cuando abrían sus fiambreras, se sentaban en el suelo y con las manos manchadas de mezcla o de yeso almorzaban como reyes. “Por un beso que le dí en el puerto, a una dama que no conocía...”, cantaban mientras comían.
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