Hubo un tiempo en que las playas más cercanas a la ciudad estuvieron ocupadas por industrias: el matadero, la fábrica del Gas, la fundición de la Maquinista, y desde 1904 el embarcadero de la compañía Minas de Alquife, conocido popularmente como el Cable Inglés.
Tanta actividad industrial le restaba protagonismo a ese trozo de litoral donde entre fábricas, fundiciones y vagones de trenes cargados de mineral el mar quedaba relegada a un segundo plano. Fue en 1905 cuando la playa de las Almadrabillas empezó a reivindicarse como espacio de ocio y recreo de la población, gracias a la aparición frente a la primera línea de playa del balneario de don Carlos Jover.
El balneario humanizó ese trozo costero pegado a la ciudad, pero no pudo evitar que la vieja playa volviera a sufrir el impacto de la industria minera con la construcción de un nuevo embarcadero que dejó la zona de las Almadrabillas encerrada entre dos cargaderos.
En 1913 el problema que la ciudad mantenía con el polvo del mineral se agravó tras conocerse el proyecto de la sociedad ‘William Baird’ para construir un nuevo embarcadero en Almería. Ese mismo año los labradores presentaron una instancia en el Gobierno Civil, en oposición a que se instalara un embarcadero y depósitos de mineral de hierro “porque sería la total ruina de los agricultores y sacrificaría una de las partes más hermosas de la vega, la correspondiente a la calle y carrera de Jaúl”, lamentaban los colonos. Sus quejas no fueron tenidas en cuenta.
El 18 de mayo de 1915, se emitió una Real Orden concediendo la construcción de un nuevo embarcadero, que con el tiempo iba ser conocido en Almería como el Cable Francés.
Los técnicos de la Compañía Andaluza de Minas y la Jefatura de Obras Públicas, para calmar el malestar de la población y de la opinión pública, aseguraron entonces que por la forma en que técnicamente se había proyectado tanto el depósito como el embarcadero, estaba asegurada la inmunidad. Pero pronto se comprobó que los peores augurios se iban a cumplir. Los trenes, con los vagones cargados hasta el límite de mineral de hierro, atravesaban el largo puente de piedra que unía la zona de la estación con el embarcadero, dejando su estela rojiza por casas y calles.
El Zapillo se vio castigado por el polvo invasor, lo mismo que las tranquilas villas playeras y la manzana del balneario de San Miguel. Al acabar la Guerra Civil, un nuevo barrio se sumó a la lista de perjudicados, el de Ciudad Jardín. A pesar de gozar de un rincón privilegiado, rodeado de vega y mar, sus vecinos tuvieron que padecer, como en ninguna otra zona de Almería, el castigo del mineral.
A pesar de la presencia de los dos cargaderos, el litoral de las Almadrabillas siguió siendo el refugio veraniego de los almerienses, con dos playas pegadas a los hierros de los embarcaderos: la conocida como la del Club Náutico y la modesta playa de Villacajones, nombre popular cargado de ironía que le dieron por el aspecto de las destartaladas casetas que se habían ido levantando de manera desordenada sobre la arena, formando una caótica urbanización. Eran barracas hechas con cajones y palos, que en los meses de verano se convertían en improvisados vestuarios que se alquilaban para que las mujeres que venían de los pueblos a tomar los baños pudieran cambiarse de ropa.
Entonces eran las familias completas las que acudían a la playa. Llegaban con las sillas para los viejos, cuando los viejos todavía formaban parte de la vida de las casas; llegaban con las garrafas de agua de Araoz y las cestas de mimbre llenas de comida, aunque en muchos casos era escasa y el menú se reducía a pan con embutidos y humildes tortillas de patatas. Llegaban con las sandías que compraban en los cortijos de la Vega y las ponían a refrescar en la orilla. Llegaban con un cargamento de niños medio desnudos que convertían la playa en una fiesta.
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