Era solo una acera. Una acera que se prolongaba por dos calles, pero una acera que encerraba un pequeño universo de comercios y pequeños vendedores ambulantes. Era la acera del edificio de las Mariposas, que extendía su brazo comercial desde la Plaza de San Sebastián, donde empezaba la fiesta con el olor de la plancha del bar Los Claveles.
Hubo un tiempo en que la Puerta de Purchena olía a jibia de forma permanente, con un perfume tan intenso, tan penetrante, que aunque uno acabara de comer volvía a recuperar el apetito cuando respiraba aquel aroma inconfundible. El bar Los Claveles le daba a ese primer tramo de acera un aire arrabalero donde reinaban los olores del pescado y los humos de la plancha, donde el sonido de las voces de los clientes formaban un rumor constante que se prolongaba hasta bien entrada la noche.
En esa misma acera, bajando hacia la Puerta de Purchena, aparecía la tienda de ropa y la sastrería de los Hermanos Molina. La tienda estaba dividida en varios compartimentos: en la planta principal tenía dos mostradores, las estanterías repletas de género que decoraban la pared y las barras donde colgaban los abrigos y los vestidos de señora. Debajo se encontraba el semisótano que era la camisería y el lugar donde se despachaban las piezas de tela. El local tenía también un altillo, subiendo unas escaleras, destinado a la ropa de caballero , donde aparecía una enorme mesa de sastre con dos empleados que realizaban tareas de corte y confección. El negocio de los hermanos Molina mantenía entonces el aroma de los viejos establecimientos de tejidos. Todo, allí dentro, parecía impregnado de esa atmósfera de otro tiempo que colgaba de las estanterías de madera, que asomaba sobre los antiguos mostradores y sobre la mesa de los sastres.
La acera de ‘Las Mariposas’ se llenaba de solemnidad y de años al llegar a la esquina de la Puerta de Purchena, donde reinaba el negocio de calzados El Misterio, del empresario don Jacinto Asensio. Era uno de los comercios principales en su ramo, un lugar que parecía que siempre estaba abierto, ya que se trabajaba de lunes a sábado y algunos domingos los empleados tenían que echar horas arreglando los escaparates, que eran la parte más importante del establecimiento. Cada año, cuando llegaba el día de San Antonio, que era el patrón de la tienda en honor de la madre del jefe, doña Antonia Muñoz, ésta solía preparar una paella majestuosa en la casa donde vivía, en la Plaza de la Catedral. Cuando cerraban la tienda para el almuerzo, uno de los dependientes se acercaba a la vivienda y allí era recibido por la madre de su jefe y por la esposa de éste, la señora María Eugenia Pérez Molina, que le entregaba la paella para que entre todos los trabajadores la disfrutaran en la trastienda.
Frente a los escaparates de ‘El Misterio’ estaba el popular cañillo con su chorro de agua y bajando la acera en dirección a la calle de Obispo Orberá aparecía la tienda de curtidos de Paco Ruiz y a continuación, cerrando el edificio de Las Mariposas, la marisquería del restaurante Imperial, un negocio que fue un referente en la ciudad durante varias décadas.
Todos los años, por Navidad, el restaurante Imperial era un espectáculo por sus suculentos mostradores donde se exhibían las mejores piezas del mercado. La gente se asomaba a las puertas de cristal para ver aquel ejército de alimentos. Cuando a comienzos de los años setenta se inauguró el nuevo comedor, quedó también abierto a disposición del público un lujoso escaparate que daba a la Puerta de Purchena donde se amontonaba la gente para contemplar los manjares: pavos, cochinillos, cintas de lomo, calamares rellenos, marisco, perdices, huevo hilado.
La histórica acera contaba también con otros mercaderes, los vendedores ambulantes que rondaban entre la Plaza de San Sebastián y la puerta del Teatro Apolo. Unos iban a pie con su cargamento de relojes y de tabaco de contrabando, escondido bajo las chaquetas, y otros ejercían el oficio en aquellos carritos pobres y destartalados con los que realizaban un comercio de subsistencia.
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