Con un compromiso inquebrantable con la defensa de los derechos humanos, Pedro Ontoso (Baracaldo, 1956) contó los años de plomo de ETA desde ‘El Correo’, periódico del que fue subdirector hasta hace unos meses. El anuncio de la entrega de las armas le sorprendió el viernes en Vera.
¿En qué momento decide ejercer el periodismo en Euskadi a sabiendas de lo caro que se pagaba informar allí?
Desde la infancia tenía vocación. Me gustaba enterarme de las cosas antes que los demás, saber por qué se habían producido. En ningún momento me pareció una profesión de riesgo como podían estar otros compañeros en conflictos bélicos en los que sí se jugaban la vida. El problema empieza cuando te casas, tienes hijos y la situación se enquista y destroza las relaciones sociales y familiares y ETA se convierte en un monstruo que lo envenena todo. Pero tu profesión adquiere más valor. Los periodistas no podemos ser neutrales ante la vulneración de los derechos, tenemos ese compromiso ético. Yo lo tenía claro: los periodistas teníamos que estar contra ETA.
¿Ha visto a muchos compañeros tirar la toalla?
Yo no diría tirar la toalla porque cuando tú estás en una lista y sabes que un comando tiene tu nombre y que va a hacer un esfuerzo por matarte, piensas sobre todo en tu entorno. Tengo un compañero al que le pusieron una bomba en el buzón de casa, y no era la suya, era la de su padre que se llamaba igual. Otro que hacía información política, por presión familiar, dejó de hacerla, decía que no quería firmar, pero si haces información política tienes que ser consecuente. Pero son casos esporádicos. El grueso de los informadores que hemos estado en el País Vasco, hemos hecho una función importante en defensa de los derechos y lucha contra el terrorismo. Había quien se jugaba más: profesores de universidad, concejales, jueces, policías, guardias civiles.
En ‘El Correo’ desde el año 1977, imagino que es imposible elegir uno de los episodios dificilísimos de los que le ha tocado escribir.
Ha habido tantos que los mismos periodistas a veces los hemos banalizado porque había días en los que producían tres o cuatro atentados.
Por ejemplo, la guerra sucia contra ETA.
Desde el primer momento, la consideramos terrorismo, terrorismo de Estado. Si tú querías tener autoridad moral y ética para condenar el terrorismo de ETA, tenías que condenar la vulneración de los derechos humanos y ahí también entraba la guerra sucia parapolicial y paraestatal. Pero el grueso de la violencia la administraba ETA.
ETA asesinó al propietario del periódico, Ybarra, de un tiro en la cabeza. Recuerdo estar trabajando en domingo y que nos tiraran veinte cócteles mólotov. Cogimos los extintores, apagamos el fuego y seguimos trabajando. El día que nos pusieron la bomba en la rotativa, por suerte solo hubo daños materiales. Pero sacamos una nueva edición diciendo que no nos iban a callar. También asesinaron al director financiero del ‘Diario Vasco’. Era un desgarro muy cercano, pero eran tantas las víctimas que había cada día que había que desnunciarlo. También a la gente que les jaleaba porque si ETA ha durado tanto no es por la temeridad de los pistoleros, sino porque tenía una sociedad paralela que la blindaba contra el rechazo moral del resto. Ha habido instituciones que no han hecho bien su trabajo, que han llegado tarde al reconocimiento de las víctimas, ha habido una insoportable falta de piedad. Si esa parte de la sociedad vasca hubiese reaccionado antes, nos habríamos ahorrado muchos muertos.
¿Y el asesinato de Miguel Ángel Blanco?
Lo vivimos con mucha brutalidad. Aquello fue un antes y un después, tuvo un efecto multiplicador en toda España. Concienció a la sociedad española y avergonzó a la vasca, también a la que miraba para otro lado.
En 2011, cuando ETA anunció el cese definitivo de la actividad armada, ¿qué sentimiento invadió el periódico? ¿Se fiaban?
Teníamos un montón de treguas rotas, la última la de 2006 con el ataque contra la T4. Eso fue importante para el País Vasco porque el propio brazo político que apoyaba a ETA se plantó y empezó a moverse. Cuando llega la de 2011, había informaciones previas que apuntaban a que iba a ser definitiva. Ese 20 de octubre, a las siete de la tarde, la alegría fue enorme, sobre todo porque pensábanos que ya no iba a haber más muertos. Fue un trabajo exhausto, de muchas horas, pero gratificante.
El tema de los presos, las familias de las víctimas conviviendo con etarras, ¿estamos en el camino de que sane esta profunda herida?
Soy positivo, creo que las heridas llegarán a sanar pero todavía queda tiempo. La sociedad vasca, una parte importante al menos, quiere pasar página a toda velocidad. Antes, cuando se hacían los sondeos de opinión, la principal preocupación era el terrorismo de ETA, ahora es la crisis económica, el futuro de nuestros hijos. Y el tema de la reconciliación queda un poquito más diluido. Pero no podemos bajar la guardia, tenemos que ser muy exigentes para que no se repitan actitudes de violencia. El fenomeno de ETA no se va a reproducir, eso está acabado, acabado.
¿Qué valoración hace del anuncio de desarme de este viernes?
Si se confirma, sería un paso muy significativo porque implica que ETA asume su propia derrota. En principio quería negociar el desarme pero como nadie le hizo caso, ha tenido que rebajar sus expectativas. Esto es lo que la sociedad le exigía. Parece que van a ser pocas armas y fuera de uso. La prueba del algodón va a estar en si las armas están machacadas o no, es decir, si presentan pruebas que ayuden a resolver algún crimen. Y el siguiente paso es la disolución aunque en 2011 dijeron que no lo harían. Ya se verá. Pero esto no es un gesto altruista, están tan débiles que no les queda otra. ETA está en bancarrota.
Quedaría por resolver el tema de los presos.
Claro, la sociedad vasca estaría dispuesta a un acercamiento de los presos -aquí en Almería tenéis una docena-si rechazan lo que ha sido su vida de delincuencia política. Pero a lo que no está dispuesta, me parece a mí, es a que salgan por la puerta de forma masiva, sin más. La sociedad vasca lo que les pide es que abominen de su pasado y que reconozcan que no ha servido para nada. Y no solo los presos, sino el brazo político, que ha hecho algún tipo de escenificación contraria a la violencia, pero debería ir más allá.
Siempre se ha hablado de la vinculación entre la Iglesia vasca y ETA. ¿Qué papel ha jugado?
Ha habido un papel ambivalente. El 80% del clero en el País Vasco, hasta hace poco tiempo, era de extracción nacionalista, venía del mundo rural. Era un nacionalismo cultural más que político. Luego con la Guerra Civil, el País Vasco pierde y hay un cierta represión y vuelven a anudar más heridas, a meter el dedo en la llaga. En ese momento, se produce un gran movimiento clandestino de reacción a Franco y a la dictadura en las sacristías, en los conventos... Hubo una traslación de la resistencia política al franquismo, un mimetismo y se pasó a alentar otra resistencia que era menos pacífica. Hay una parte del clero que ha alentado actitudes antihumanas. Ese pecado de la Iglesia está ahí. Pero es verdad que si la Iglesia estuvo en el origen de ETA también ha estado en su disolución. Ha buscado soluciones a esa drama, ha hecho esfuerzos por acercar posturas. Aunque tenía que haber reaccionado antes y con mayor contundencia, no solo con ETA, sino con los que la jaleaban.
Vamos a la cuestión catalana, ¿qué ha ocurrido para que su sentimiento identitario haya evolucionado de forma tan distinta al vasco?
Hay unas diferencias sustanciales muy claras que también van en función de los líderes que tiene cada comunidad o cada país. El PNV es un partido de orden que se ha centrado mucho gracias a Urkullu, que no tiene nada que ver con Ibarretxe, que era más rupturista. El PNV de ahora persigue una relación con Madrid pactada. Porque el mismo lehendakari dice que hablar ahora mismo de independencia en una sociedad tan globalizada es casi una entelequia. No vamos a ser utópicos, vamos a ser prácticos y a hacer un acuerdo bilateral con el Estado e ir avanzando en cotas más altas de soberanía. La sociedad vasca no es independentista, ese sentimiento ha bajado mucho.
Durante años, tuvo que vivir con escolta. ¿Hasta qué punto afectó a su vida?
Son recuerdos con sombras porque lo he intentado borrar de mi disco duro. Fue una época en la que, aunque no quisieras, lo tenías que llevar porque estabas en listas y podía pasar algo. Básicamente, un coche me llevaba de casa al periódico y del periódico a casa. Había niveles de riesgo, yo era subdirector, pero tenían más riesgo mi director o mi director general. Cambiabas los itinerarios y había una contravigilancia de la Ertzaintza. Y luego teníamos unos barredores de frecuencias por si había explosivos. Pero nunca salías con la idea de que te podía pasar algo, yo iba feliz al periódico. Lo único que me preocupaba era no poder llevar a mi hija al colegio. Tenía que tener mucho cuidado a la hora de moverme, nos daban cursillos de cómo actuar, qué sitios frecuentar. Al final lo inoculas en tu vida diaria y no pasa nada.
Todavía tengo relación con algunos de mis escoltas. A muchos los han dejado en la calle después de tanto tiempo salvando vidas. Se han tenido que buscar otra profesión. Ahora nos vemos por ahí los fines de semana y unos tomamos unos chacolís y unos pinchos y charlamos pensando en que aquello ya ha pasado.
En esos tiempos difíciles, Almería era una vía de escape. ¿Qué representaba?
Los fines de semana mucha gente se iba a la Castilla profunda, o a Cantabria, para huir de esa presión. Otros, para quitar esa asfixia, salían un poco más lejos. Cuando descubrí Almería, me gustó mucho. Esa paz infinita que se respira, me gusta mucho el Cabo de Gata, perderme en las calas sin prisas. Llevo viniendo 15 años.
Es curioso, pero la primera relación que tuve yo con Almería fue porque en mi primer año en Madrid me gustaba ir a buscar libros a la Cuesta de Moyano y cayó en mis manos ‘El día que los americanos perdieron la bomba’, sobre el accidente de Palomares del 66. Compré el libro, una bagatela, y lo leí en una noche. Aquello me dejó marcado.
’Patria’, de Fernando Aramburu, es una ficción, pero ¿refleja el ambiente que se vivía en la Euskadi profunda?
El libro de Aramburu es una metáfora de lo que ha sido la Euskadi profunda y ha sido también un aldabonazo para que mucha gente recuerde que ha habido mucho sufrimiento. Aún hay mucho que tejer, ha habido intentos para juntar a víctimas y verdugos, hay que contar todo esto en las ikastolas para que no vuelva a pasar. Efectivamente, lo que cuenta es cierto: yo vivía en un edificio donde mi vecino de arriba era del comando Nafarroa, gente de tu cuadrilla del pueblo de repente estaba en ETA o era familiar de un etarra. Y en el mismo cementerio de la misma localidad estaban enterrados la víctima y el verdugo, eso es muy duro. En los pueblos pequeños era insoportable. Por eso hay que mirar muy bien el tema de los presos, para no generar desgarros. Hay quien cree que debían volver con la banda de música como si fuesen héroes y no lo son.
¿Allí se habla de esto con naturalidad?
Ha cambiado mucho. Antes cualquier información podía ser utilizada contra ti. Lo que siempre me ha dolido como periodista es que nos dijesen que éramos enemigos porque no comulgábamos con sus ideas y denunciábamos sus atrocidades. Sí que hay un intento de no hurgar, de no desenterrar fantasmas. Hará falta otra generación para apagar esos rescoldos.
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