La ultima saga de los carritos ambulantes

Juan Antonio Martínez Martínez es uno de los vendedores de frutos secos y golosinas que mantiene la tradición

Juan Antonio Martínez se  instala todos los domingos en alguna de las plazas céntricas de la ciudad buscando el negocio que traen los niños.
Juan Antonio Martínez se instala todos los domingos en alguna de las plazas céntricas de la ciudad buscando el negocio que traen los niños.
Eduardo D. Vicente
07:00 • 18 mar. 2017

La estampa del carrito ambulante que iba por las calles ofreciendo su humilde mercancía de caramelos, pipas, cacahuetes y regaliz hace tiempo que desapareció del calendario de los días de diario.  Hace cuarenta años formaban parte de nuestros paisajes cercanos: los teníamos en nuestras plazas a la hora en que salían a jugar los niños y los teníamos en la misma puerta de los colegios, donde montaban su negocio de subsistencia aguardando la salida en tropel de los escolares. Hoy apenas quedan niños en las plazas y los colegios están cada vez más lejos y los que aún permanecen en el centro de la ciudad tienen sus propios ambigús para que el negocio no se vaya fuera. 




Aquellos carritos de días de diario de nuestra infancia nos parecían un bazar andante y la figura del vendedor todavía mantenía ese aire romántico de los mercaderes antiguos. Solían ser hombres mayores, muchos de ellos en edad de estar jubilados, pero que no tenían otra alternativa que seguir trabajando para poder sobrevivir durante la vejez. Los veíamos llegar a media mañana con su paso lento y desganado para coger sitio frente a la puerta del colegio. Allí, sentados en un taburete de madera, esperaban con paciencia leyendo una novela del Coyote o dando cabezadas sobre el mostrador mientras apuraban un cigarrillo. 




A los niños nos gustaba salir de la escuela y con una peseta en el bolsillo lanzarnos sobre el vendedor para disfrutar de un manojo de regaliz negro o de uno de aquellos cartuchos de chufas que te quitaban el hambre y espantaban  la sed. Viejos mercaderes que consumían sus últimos años desafiando los fríos del invierno antes de que un mal resfriado se los llevara por delante.




Los fines de semana cambiaban de escenario. Por la mañana solían frecuentar el andén del puerto y el Parque para ofrecer su género a los niños que salían a tomar el sol, y por las tardes aparecían frente a la puerta de las principales salas de cine, antes de que los empresarios modernos decidieran montar ellos sus propios ambigús dentro y quitarse de en medio al hombre del carrito. 




Ya no quedan viejos que vayan ganándose el pan diario con su carro, y apenas se ven vendedores ambulantes. Son pocos los que actualmente se ganan la vida en el oficio, aunque todavía quedan algunos, como es el caso de la familia Martínez, que siguiendo una vieja tradición que inició su abuelo hace sesenta años se mantienen en la profesión con dignidad. “Mi abuelo fue el primero en el oficio”, apunta Juan Antonio Martínez Martínez, el hombre del carrito que todos los domingos va buscando la mejor plaza del centro de la ciudad, allá donde es posible encontrarse con el milagro de los niños. Últimamente suele colocarse en la Plaza Marqués de Heredia aprovechando la presencia de varios bares con terraza que facilitan su trabajo. “Mientras los padres están tomando cañas los niños juegan y de vez en cu ando se acercan a comprarme”, asegura.




En su carro lleva el cargamento clásico con los frutos secos y las golosinas, y además algunos juguetes de plástico como los tambores, las espadas, los pitos y las pistolas, que nunca pasan de moda. “Aunque nos parezca que los niños de hoy son muy distintos a los de antes en el fondo buscan las mismas cosas y le gustan los mismos juguetes”, me cuenta.




Juan Antonio es un vendedor clásico que basa su éxito en la paciencia. Para poder seguir viviendo de su profesión hace falta saber esperar y no ponerse nervioso en esas horas muertas en las que no se acerca un alma por su tenderete. “A veces me puedo pasar dos  y tres horas sin vender ni un chicle”, subraya. Pero él sabe esperar su momento, seguro de que al final la pieza acabará cayendo. “La espera forma parte del trabajo. Mi abuelo se iba con el carro al puerto por la mañana temprano para coger un buen sitio sabiendo que a esa hora no iba a pasar nadie”.




La figura de su abuelo marcó el oficio de toda una estirpe. Se llamaba Juan Antonio Martínez Expósito y fue uno de los vendedores que vivieron los años dorados de la venta ambulante, en la década de los setenta. En aquel tiempo se vivía mucho en el puerto y los domingos que el Almería jugaba en casa ‘tocaba la lotería’ en el fútbol.


Cuando construyeron el campo Franco Navarro, su abuelo, su padre y su hermano Sebastián, que estaban entonces en el negocio, se iban tres horas antes al estadio y en  la explanada frente a la puerta del fondo sur montaban una mesa que a su vez era puesto de venta y distribuidora. Allí iban a rellenar las cestas los otros miembros de la familia que se metían en  las gradas a vender.


Juan Antonio aprendió los secretos de la profesión directamente de su padre. Se llamaba Francisco Martínez García y era un clásico de la venta ambulante. Se pasaba los meses de verano con el pantalón remangado hasta la rodilla recorriendo la orilla de la playa desde el Club Náutico al Zapillo, y los días de diario se  colocaba de forma estratégica en la puerta de la Compañía de María. 


La familia Martínez sigue conservando el viejo ritual del carrito ambulante. El invento todavía da para comer, aunque a fuerza de un gran sacrificio. Junto a Juan Antonio, se mantienen en el oficio sus hermanos Sebastián y Francisco y su cuñado José, que se pasan los sábados y los domingos en la calle buscando las bodas, las comuniones y los juegos donde haya niños de por medio.



Temas relacionados

para ti

en destaque