Llegó en camión una tarde de junio de 1938, en una cuerda de presas, con los ojos asustados y el vientre abultado como una pelota detrás de la falda. En unas pocas horas le habían cambiado el paisaje: dejaba atrás su vida libre en las cuevas del barrio de Las Bodeguicas de Tíjola, sus tardes haciendo pleita o cortando mimbre a la sombra de un algarrobo y sus mañanas soleadas en el mercado vendiendo canastos.
De improviso, como en un sueño, despareció todo eso de su vida y en su lugar aparecieron los barrotes de hierro, la estera de esparto donde dormiría durante meses antes de morir, la letrina infecta con un agujero en medio, el rancho nauseabundo y los gritos apremiantes de las celadoras al pasar lista.
Uno no puede dejar de estremecerse al conocer los detalles del cruel final de Emilia Fernández Rodríguez, una gitana canastera de Tíjola que falleció en plena Guerra Civil tras dar a luz y no contar con una mínima atención sanitaria.
Llegó con 24 abriles a Gachas Colorás, la prisión de mujeres de Almería, cuando las últimas ascuas de la contienda incivil ya estaban apagándose. Se había criado en una cueva y hacía solo unos meses que se había casado por el rito calé con Juan Cortés, un pariente pinturero que para evitar que lo reclutaran para ir al frente se echó en los ojos cardenillo, un veneno utilizado para sulfatar en el campo y poder quedarse ciego durante un tiempo.
Cuando los milicianos los reclamaron para llevárselo al campamento de adiestramiento, comprobaron que aquel hombre estaba inútil de la vista y lo dejaron tranquilo. Sin embargo, pasó el tiempo y volvieron de improviso de nuevo a buscar más hombres y entonces se dieron cuenta de que Juan no estaba ciego sino que veía como un lince con sus ojos ya curados. El engaño de la pareja encolerizó a los soldados, los detuvieron y los enviaron a Almería.
A Juan lo recluyeron en El Ingenio y a Emilia, llorando como una magdalena y embarazada, a Gachas Colorás. Fue encerrada en una brigada compuesta por 15 mujeres entre las que se encontraban Angeles Roda Díaz, Carmen Godoy, Resi Arjona, la esposa del dueño del Hotel Simón Rodolfo Lussningg, María Landero y varias monjas del Convento de Las Puras y de las Siervas de María y Lola Olmo, que iba a ser su más cercana compañera en esa mazmorra infernal, construida en 1925 detrás del actual Carrefour, donde había una taberna de pobres en la que solían guisar gachas con pimentón y de la que tomó nombre el barrio y después el presidio.
Angeles Roda, que aún vive con 97 años y que compartió celda con ella, era con 17 años la reclusa más joven y la recordaba aún esta semana con su moño alto, su voz cantarina, sus alpargatas de cáñamo y sus manos cauterizadas por la labor.
Al principio de los días, la canastera rehuía la conversación, el contacto con las demás internas, en la mayoría señoras de la alta sociedad almeriense encarceladas por su vinculación con la Iglesia.Emilia no sabía cómo comportase y se acurrucaba en un rincón de la estancia oyéndolas rezar cada noche sin decir palabra, observando las estrellas desde el ventanal, acordándose de su barrio tijoleño, de las noches de coplas junto al fuego. Conforme avanzaban los días fue cogiendo confianza con Lola Olmo, de su misma edad, quien le fue enseñando el Padre Nuestro y a rezar el rosario. La gitana alternaba entonces los rezos con las coplas que cantaba cuando salían al patio a distraerse.
La vida en esa cárcel de mujeres estaba llena de penurias: comían un rancho de lentejas que preparaba la cocinera Adriana en el que sobresalían los gusanos y se aseaban en un cuarto en el que solo había una palangana y un agujero negro para hacer las necesidades. Desde la garita de arriba los soldados se asomaban al tragaluz cada vez que entraba en la letrina una de las reclusas más juveniles para verla subirse las faldas. Dormían en colchones tirados en el suelo y solo había dos hamacas para las más ancianas.
Emilia, mal alimentada, comprobaba cómo el hijo que esperaba crecía en su vientre. Las compañeras, a veces, le pasaban una porción de la comida que le traían los familiares. El jefe de prisiones era don Miguel, de Albuñol, que según relataban se portó muy bien con ellas. Más contradictorio fue el trato recibido de Pilar Salmerón, la subdirectora, sobrina nieta del presidente de la I República. Esta guardiana se enteró de que la gitanilla había aprendido a rezar el rosario y se esforzó en averiguar quién había ejercido de catequista.
En julio se celebró el juicio contra Emilia y a pesar de su estado de gestación la condenaron a seis años de cárcel. La carcelera Pilar le prometió la conmutación de la pena y la de su esposo si confesaba el nombre de quien le había enseñado a rezar. La canastera eligió no traicionar a su amiga Lola, cuando lo fácil hubiera sido delatarla. La enviaron entonces a una celda de aislamiento y la hicieron pasar hambre pura cuando ya estaba a punto de dar a luz. Emilia enfermó y tramitaron una instancia al gobernador solicitando la gracia para la embarazada. Pero no hubo respuesta.
Se puso de parto y fue asistida por Angeles Párraga, de Vera, Antonina Mirón, de Pechina, y Paca Benítez de Ohanes. Vino al mundo el bebé, en un mugriento jergón y la bautizaron a escondidas con el nombre de Angeles, como su improvisada matrona. Pero el estado de la madre era de gravedad, con abundantes hemorragias, hasta que se la llevaron de urgencia en un coche de caballos al galope por la Carrera de las Huertas hasta el Hospital Provincial, pero no pudo sobrevivir.
La niña, que hoy tendría 79 años, desapareció para siempre en el hospicio, y Emilia, la guapa canastera de Tíjola, será beatificada la semana próxima en Aguadulce como la primera gitana mártir.
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