El Alcázar y los años de la renovación

Fue cafetería y marisquería. Su dueño, Valentín Tijeras, abordó una gran reforma en los años setenta

Eduardo D. Vicente
15:00 • 24 mar. 2017

El Alcázar miraba a la ciudad desde una esquina privilegiada. Gozaba a la vez del prestigio que otorgaba la cercanía con la Puerta de Purchena y del bullicio del Paseo. Su ubicación convirtió el negocio en un lugar de referencia en una época en la que todo sucedía alrededor del Paseo. 

A pesar de la solera del establecimiento, también pasó por tiempos complicados y necesitó adaptarse  a una nueva época cuando a mediados de los años setenta las revoluciones sociales empezaron a transformar también las formas de ocio y las exigencias de la gente. 

Se podría decir que el Alcázar fue uno de los cafés del Paseo que mejor supieron adaptarse a ese cambio de época. Sobrevivió a la posguerra, cuando el que entonces era su propietario, don Miguel Granados, mandaba a los camareros a llevar los desayunos a las casas de las familias pudientes de la ciudad y sobrevivió a las grandes transformaciones que fueron llegando en los años de la Transición. En aquella época ya lo regentaba Valentín Tijeras, que cansado de ser camarero se embarcó en la aventura de quedarse con el bar.

En 1972 amplió el negocio sumándole a la cafetería de toda la vida, una sala de tapas y una marisquería que puso en la calle Tenor Iribarne. Los dos negocios estaban comunicados por el interior, pero los clientes tenían que acceder  por puertas distintas. A la cafetería se entraba por el Paseo y a la marisquería por Tenor Iribarne.

Eran años de prosperidad, en los que contó con la colaboración de su esposa, Emilia García Torres, una mujer que entendía el Alcázar como parte de su vida, porque se había criado en el bar, donde su madre estuvo empleada como cocinera.

A Valentín Tijeras, que era un hombre de iniciativas, le gustaba escrutar el mercado para buscar nuevos productos, detalles con los que poder ser diferente y sorprender a su clientela. A mediados de los años setenta vio en un catálogo de hostelería una máquina que servía para hacer los bocadillos de perritos calientes y no dudó en colocar el artefacto junto a la puerta principal del establecimiento. La máquina era muy simple: un calentador eléctrico con una plataforma sobre la que se elevaban varios moldes de hierro en donde se introducían los bollos de pan para que se calentaran y una bandeja donde la salchichas cogían la temperatura idónea antes de ser introducidas dentro del pan. La idea fue un  éxito rotundo y no hubo casi nadie en Almería que no disfrutara de la moda de los perritos calientes aliñados con tomate frito y mostaza. 

Los fines de semana, cuando los soldados bajaban desde el campamento de Viator, se llegaban a formar largas colas delante de la máquina de las salchichas. En las tardes de los días de diario era habitual encontrarse delante del puesto con un grupo de niñas del colegio del Milagro, que cuando salían de la escuela merendaban su bocadillo de salchichas.
Los bocadillos fueron un gran negocio en la década de los setenta. Uno de los camareros que trabajó con la máquina de los perritos calientes, Antonio Rodríguez Zamora, recuerda la locura de las madrugadas de Feria, cuando los jóvenes se quitaban el hambre en la misma acera, y aquellas noches de Reyes en las que pasaban por el Alcázar casi todos los dependientes de los comercios cuando era costumbre que las tiendas estuvieran abiertas hasta las doce de la noche. 
La cafetería Alcázar se hizo célebre también por sus churros. Elaboraban las ruedas clásicas que eran muy demandadas por las familias para desayunar en una época en la que el colesterol sonaba a chino, y los tallos partidos. que tenían mucho éxito en los desayunos de la barra. En los meses de verano el establecimiento ofrecía un amplio surtido de los mejores helados de la marca Adolfo y un invento de la casa que también gozó de una buena acogida entre la clientela, una máquina de helados exprés que fue una pequeña revolución en el mercado con sus sabores de vainilla y chocolate.

Contaba además con los mejores pasteles recién sacados del obrador de la Dulce Alianza y un extenso surtido de platos combinados que era un manjar para los turistas, acostumbrados a las comidas rápidas. El Alcázar fue también una universidad de jóvenes camareros que aprendieron tras su barra todos los secretos del oficio.
 







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