Allí estaba Serafín el barbero, el sobrino del Flauta, en el salón de una casa de veraneo del Cabo de Gata, dispuesto a afeitar y a cortar el cabello al flamante presidente del Gobierno de España; allí estaba un Adolfo Suárez juvenil, en pantalones vaqueros, hablando con Madrid por un teléfono de baquelita, mientras él, el peluquero de Conde Ofalia, le temblaba la diestra con la navaja más que a Curro cuando tenía que hundir el estoque.
Le habían llamado ese día para que arreglara a un tipo muy distinguido. Y él, tenso como un arco, había cerrado el establecimiento, había echado en la bolsa la crema, la mejor brocha y había aguardado a que lo llevaran en un 132 a una finca apartada de la ciudad.
Al llegar, el presidente le tendió la mano, el hombre que estaba construyendo un nuevo país, y él, como si tal cosa, fue a lo suyo: le rasuró el mentón con cautela y después, más tranquilo, le recortó el flequillo con destreza, le rebajó las sienes con la tijera, lo peinó con el cepillo y lo ungió con un poco de loción.
Lo había dejado hecho un Sanluís y cuando Suárez le preguntó cuánto era el servicio, Serafín no le quiso cobrar, pero terminó por aceptar las 2.000 pesetas que le ofreció y una Coca-Cola para refrescarse.
Al día siguiente, ya en la barbería, llegaron dos hijos del presidente, Adolfo y Javier, a que les cortara también el pelo como a su padre para esas vacaciones que iniciaban. Nunca antes Serafín había tenido a tan distinguidos clientes y nunca le tiritó tanto el pulso como aquel día de marras en la Finca La Noria del Cabo de Gata. Era agosto de 1976, cuando el guiso de la democracia española estaba aún sin sazonar, cuando ni se sabía si aquel tipo guapo, al que las mujeres en los mítines le arrojaban sostenes, sería capaz de hacer la Transición sin volver la vista atrás.
Llevaba la familia Suárez siete años veraneando en Almería, desde que era un procurador raso y nadie lo reconocía aún en la panadería.
Hasta ese verano, ya presidente, enterrado ya el Generalísimo ferrolano, en el que pasaron unos días en una casa en el Cabo, desde donde salían a pescar por la bahía en el yate Valencha y donde agasajaban, él y su esposa Amparo Illana, a amigos como Fernando Roda y María Cassinello o al doctor Vázquez Salmerón.
A su hija Marián, con 14 años, la eligieron Reina de las Fiestas de la barriada almeriense, justo un día antes de que le metieran un tiro a Javier Verdejo, aquel estudiante de biológicas al que le detuvieron el brazo con la pólvora cuando escribía en un muro Pan, trabajo y libertad.
El presidente del Gobierno visitó a la familia en la calle Gerona para dar el pésame, aunque nunca se puso empeño en aclarar lo que sucedió esa infame madrugada del 13 al 14 de agosto de 1976.
El joven Suárez se marchó, con sus carpetas y sus libros, ese verano de Almería en el Mystere oficial, con las pilas cargadas, con la piel bronceada por el sol cabogatero, dispuesto a diseñar la España de la ilusión, entre ruido de sables en los cuarteles y con los comunistas esperando a ser legalizados.
Serafín, el barbero Serafín, se quedó mientras con el emocionado recuerdo de haber arreglado a todo un presidente, aunque tuvo que seguir levantado la persiana cada mañana para atender a los clientes de toda la vida, cuando ese trozo de calle junto al edificio de Correos era un espacio bullicioso, un lugar de paso para los estibadores del Puerto que se daban una tregua para asearse y salir a divertirse un poco el fin de semana.Serafín aún vive con 81 años, hijo de Florentino Fernández Malvar, un carguero gallego que se enamoró y se quedó en Almería. Empezó de niño con diez años en la barbería de su tío José García Rodríguez El flauta porque la escuela le provocaba fuertes cefaleas. Su intención inicial era meterse en telégrafos como meritorio, pero el autor de sus días lo condujo por el camino de la barbería al amparo de su tío materno.
El flauta se había labrado renombre como profesional de la navaja, tras iniciarse en La Española, una de las peluquerías de caballeros con más prestigio de la ciudad.
En 1935, ya fogueada su destreza, decidió emprender negocio propio y se quedó con un antiguo local en Conde Ofalia, donde su sobrino Serafín apareció una mañana años después en pantalón corto a fregar con serrín el piso sembrado de matas de pelo y ya nunca se marchó. Pronto se llenaron las paredes de canarios y colorines que alegraban con su trino el arte de afeitar; pronto se colgaron banderines de los equipos de fútbol y pronto se fue haciendo con el oficio Serafín. La barbería tenía tres bancos de barbero dos americanos y uno de madera de la marca Triumph: uno para el Flauta otro para él y otro para el oficial Francisco Corral.
A los 17 años afeitó Serafín a su primer cliente, tras meses de ensayo con la barba rala de su tío carnal, hasta pasar por sus manos hábiles miles de almerienses que querían presumir de piel limpia y perfumada y tupé engominado en las tardes de domingo, de paseos con la novia y merengue en La Dulce Alianza.
Por la barbería de Serafín pasaban futbolistas del Almería y funcionarios de Correos, comerciantes atildados y trabajadores portuarios que buscaban un poco de lustre. Allí, junto al kiosco de la música, se entablaban a diario interminables tertulias entre el humo de los pitillo y los sonidos que llegaban atenuados de la calle.
Cuando en 1975 murió el Flauta, el sobrino continuó adelante con el negocio, cerrando los sábados a las tantas y yendo a domicilio los domingos a arreglar a clientes de confianza como el abogado Guillermo Lao que le obsequiaba con un paquetillo de Chéster.
El día más exigente fue aquel en el que lo requirieron para que afeitara a la flota americana que fondeó en el Puerto de Bayyana con dos submarinos y un barco de guerra. A bordo de la fragata, con su batín blanco y un cigarrillo en los labios, desde la mañana hasta la noche, 50 marineros yankees pasaron por la tijera.
Transcurrieron los años y en 1994 decidió el protagonistas de esta historia cambiar de local y emigrar a la calle de Eduardo Pérez, donde se jubiló y cedió el testigo a su hijo Serafín que aún sigue prestigiando este viejo oficio tras haber sido peluquero de oficiales en Viator. Allí sigue Serafín Segundo, cortando, afeitando, rebajando, como hacía su padre, el barbero preferido de Adolfo Suárez.
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