Fue la creme de la creme de la burguesía almeriense, digna -por lo que exudan los periódicos de la época y la memoria amarilla de los mayores- de aparecer en páginas genuinas de Capote o de Scott Fitzgerald: personajes triunfadores con jazmines en el ojal, con un buen cognac entre los dedos y trazando en el aire volutas de caliqueño; fueron los señores de la uva y del esparto, los que quisieron crear un club aún más selecto que el mesocrático casino, para jugar a los naipes, para disfrutar en glamurosos bailes de etiqueta, para conveniar casamientos y permutar patrimonios.
Fue La Peña una sociedad de intereses cruzados, de ocio y de negocio, con sede en los bajos del delicioso edificio del industrial Adolfo Viciana, que había diseñado Enrique López Rull en 1907 en el remate del boulevard.
Allí, cada velada de sábado había bailes amenizados por el sexteto de Sánchez de la Higuera y se servían, por camareros de librea del Hotel Inglés, emparedados de jamón, pavo trufado y legítimos licores; allí, en ese chaflán que miraba al mar, se bailaban polskas, se escuchaban rigodones y en el reservado, entre mano y mano de póquer, se decidían los ensanches de la ciudad burguesa.
Porque a la Peña pertenecían todos los notables: desde los alcaldes, a los diputados de distrito, desde los notarios a los directores del Puerto.
La Sociedad La Peña tuvo un clandestino antecedente a finales del XIX: en 1893, en un local próximo también al boulevard, existía un club de jugadores con ese nombre que fue inspeccionado en diversas ocasiones por la Guardia Civil por practicar juegos ilegales como la ruleta o el bacarrá.
Presidida por Antonio Ledesma, se le acusaba de ser una falsa sociedad artística, donde detrás de la tapadera de la organización de exposiciones de pintura y donativos a los reservistas de Africa, poderosos tahúres desplumaban a otros, jugándose fincas y mujeres.
Tras languidecer ese turbio cenáculo, fue en 1916 cuando la Sociedad Recreativa La Peña surge con todo su esplendor. En su junta inaugural es elegido Gregorio Juaristi como presidente, junto a otros directivos como O,Shea y García del Moral.
Meses más tarde se nombraba a Francisco Oliveros como tesorero y a Camilo Cela, como secretario. Éste último era el padre del que fue popular escritor y premio nobel, que por esas fechas había sido destinado a Almería como perito de aduanas cuando el autor de La Colmena tenía solo unos meses de vida. Juaristi, el flamante presidente, era un médico e industrial bilbaíno llegado a Almería para gestionar varios cotos mineros, entre ellos el de Beires.
La Peña y sus socios, desde la Plaza Circular, competían entonces en lujo y poderío, con los señores del Círculo y el Casino. Entre los asociados de este escogido club aparecían nombres como los de Eduardo Romero, Carlos Pérez Burillo, Adolfo y Esteban Viciana, Gabriel Callejón, el ingeniero Cervantes, el diputado Luis Silvela o el alcalde de la época Francisco Pérez Cordero y el presidente de la Diputación Antonio Soler Bayona.
Reformaron la sede del club con lujosos estucados, lamparitas venecianas, mesas de caoba, sillas versallescas y alfombras con dibujos orientales. En el rincón de la sala de baile había siempre un piano de cola y en la puerta instalaron veladores en el verano donde tomaban genuino moka y horchata, junto al reluciente landó de Salvador Guevara. La Sociedad se identificó desde el comienzo con el mando militar y fue pantagruélica la comida que ofrecieron a los oficiales del Segundo Batallón de Córdoba, que había llegado para reforzar la guarnición de la plaza de Almería en 1916.
También tributaron un majestuoso recibimiento, como a un mismísimo maharajá, a José Ximénez de Sandoval, Capitán General de Andalucía a quién esperaron en el andén de la Estación y a quien llevaron en volandas hasta la sede por su contribución a reforzar el Regimiento almeriense. Y al ministro de la Guerra, el general Luque, a quien despidieron con salves y aplausos, tras atiborrarlos de mediasnoches, mojicones y ponche.
Casi todos los socios eran notables capitalistas que jugaban a la Bolsa y que habían hecho fortuna con los vapores fruteros cargados de uva y de naranja rumbo a los sombríos muelles de Bristol o de Cardiff.
Pero además de los negocios, también sabían divertirse y arrendaban el Salón Ideal para francachelas flamencas o la terraza del Balneario Diana para pedidas de mano y fueron pioneros en la práctica del tenis, un deporte que desarrolló en Almería el presidente de La Peña y sportman Gregorio Juaristi. La sociedad se quedó con las instalaciones del Almería Tennis Club, en la calle de la Estación junto al polígono Azcona, donde organizaron campeonatos para señoritas y caballeros en los que participaban legendarios apellidos como Fischer, Talavera, Cassinello, Murison, Spencer, que saltaban a la pista con aristocráticos modales.
Allí construyeron también lindos jardines para verbenas de verano donde rifaban artesanales abanicos para socorrer a los pobres de la Tienda Asilo o para dar cena de Nochebuena a los desgraciados de la cárcel de la calle Real.
Era La Peña, por tanto, el espolón de proa de esa Almería de sangre azul, frente a la Almería real, la de la falta de harina en las panaderías, la de los pobres harapientos a la Puerta de Santo Domingo o de Santiago reclamando un limosna.
Tras Juaristi, presidieron La Peña José Quiñones, el gallego Emilio Vela-Hidalgo y Fernando Talavera. Pero fue decayendo el ánimo de estos opulentos. Aburridos ya quizá de tanto frenesí se hicieron viejos y dejaron languidecer ese pomposo escenario de los bajos de la casa de Viciana.
Se disolvió la sociedad en 1923, aunque volvió a reconstituirse en 1928 como La Peñilla junto al Café Colón, en el local donde estuvo El Mediterráneo, una de las primeras cervecerías de la ciudad. Ya no fue igual, aunque seguían organizando banquetes como el de Francisco Oliveros Ruiz en 1929, por la construcción en sus talleres de los primeros vagones de ferrocarril o el del agasajo al capitán de Infantería Isidoro Vértiz.
Después de la Guerra siguió en vigor la sociedad, donde señores sudorosos y con tirantes jugaban a las cartas y fumaban puros. Allí, en ese nuevo Paseo, el del Generalísimo, el de los vencedores, homenajearon a Saliquet en 1939, se organizaban campeonatos de tiros de pichón, y con los años, sin el boato de antaño, se hizo territorio de gente como el médico Domingo Artés, Francisco Colomer, Enrique Estévez o Fernando Vízcaíno, que ya solo aspiraban a mantener alguna que otra tertulia taurina. Así, hasta que desapareció de la faz de la ciudad toda huella de La Peña, o la Peñilla, todo ese pasado legendario de la Almería de los duros de plata, como una metáfora de lo que el viento se llevó.
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