La noche que echaban una película de Lola Flores todas las cuevas de la Chanca se quedaban vacías y los vecinos bajaban en fila protagonizando un exilio multitudinario. Familias gitanas completas, desde los abuelos hasta los recién nacidos, marchaban en procesión hasta el Llano de San Roque para asistir al gran acontecimiento de los fines de semana. Algunos se llevaban la cena y hasta el cántaro del agua por si apretaba la sed y por si se les secaba la garganta mientras acompañaban algunas de las canciones de la banda sonora de la película. Corrían los últimos años cincuenta cuando el cine era un gran acontecimiento y cuando una terraza, aunque fuera tan modesta como lo era la del Jurelico, se convertía en un auténtico santuario. Los domingos solían proyectar aquellas películas del Oeste de serie b llenas de forajidos y deudas pendientes, en las que siempre ganaban los mismos y en las que el ‘muchachillo’ se convertía en un ídolo de masas para los espectadores del cine que acababan coreando sus puñetazos con gritos de “toma, toma...”. Más de una vez, en plena pelea, el acomodador tuvo que echar a la calle a un par de filas por un exceso de excitación de sus inquilinos, que acababan en la puerta por folloneros. Algunos se llegaron a hacer tan célebres que cuando iban a entrar al cine el portero les advertía: “Como esta noche arméis follón nos os dejo entrar más”.
Pero el jaleo formaba parte de la forma de entender la vida de aquellas gentes que no iban al cine a mirar, sino a participar, a pelear como lo hacían los buenos, a cabalgar junto al Séptimo de Caballería y a enamorarse del galán y de su amada cada vez que aparecían en escena. Qué rumor se extendía por la sala cuando se presentía un beso, y que bronca se organizaba cuando en el mejor momento del abrazo, en ese instante en que las miradas se cegaban y los labios se acercaban prendiendo fuego, aparecía el corte de la censura.
El alboroto era una parte más del espectáculo, y cuando no se liaba por el beso censurado o por los gritos de guerra de los más exaltados era porque el parón habitual de todas las noches se prolongaba más de lo acostumbrado. En aquella época, años cincuenta y sesenta, el carrete con la segunda parte de la película había que traerlo en bicicleta desde la terraza Oriente, en el Barrio Alto, y si el muchacho del rollo se entretenía, el público se impacientaba y acababa pagándolo con el acomodador o con el portero, o dándole pellizcos a los asientos de las viejas sillas de anea que formaban las filas del llamado patio de butacas.
El cine Jurelico fue una de aquellas sencillas terrazas de verano que surgieron por los barrios en un tiempo en el que el cine era un buen negocio. Su promotor, el empresario Juan Asensio Artés, pensó que sería una excelente inversión llevarles el cine a los vecinos de San Roque y de la Chanca y decidió alquilar un corralón de mil metros cuadrados que daba a las calles Mariposa y Sales. El lugar elegido había sido en los años treinta un prestigioso almacén de carros de alquiler, propiedad de Antonio el Rey y de su mujer, María Salmerón, conocida también como la Reina. En los años de la posguerra el corralón lo alquiló el empresario de los salazones José González Vizcaíno para instalar allí un secadero de pescado, que luego se vendía para fabricar pienso.
Cuando los vecinos de aquella manzana se quejaron al Ayuntamiento por los malos olores que dejaba el pescado, el secadero fue clausurado y el negocio se marchó a los llanos del Alquián, circunstancia que aprovechó Juan Asensio para montar allí su terraza de cine. Por aquella época el corralón había pasado a manos de María Fernández López, heredera de Antonio el Rey y de su esposa. El primer contrato que el empresario cinematográfico firmó con la dueña del local fue de 250 pesetas anuales de alquiler, con la condición de que toda su familia pudiera entrar gratis al cine. Dicen que en los primeros meses de funcionamiento, el olor al pescado del antiguo secadero seguía estando tan presente que la gente acabó bautizando el cine, llamado oficialmente ‘terraza San Roque’, con el nombre de ‘el Jurelico’.
La pantalla de obra; las sillas de madera y anea; un habitación que era el ambigú de las gaseosas y un público entusiasta, hicieron del Jurelico un lugar mítico que llevó el milagro del cine a las familias más humildes del barrio a lo largo de más de veinte años.
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