El tiempo camina con paso lento dentro del taller. Allí se estiran las horas y las tardes se hacen eternas viendo trabajar al maestro. El lugar conserva las huellas de los años que aparecen por todos los rincones dejando su marca de tiempo estancado. Los viejos cuadros de juventud; la fotografía del padre y del tío cuando tenían el estudio en la calle Solis; los restos de los trabajos que se quedaron varados en las estanterías; las cicatrices del tapicero, que lleva en sus manos la sombra de una vida dedicada al oficio.
El taller de Jesús Marín es la guarida perfecta de las tardes de invierno. Bajar los dos escalones de la puerta y entrar en el sótano es como internarse en otro mundo, en un espacio confortable donde no existe más ruido que el de las tijeras del tapicero cuando corta un trozo de tela o el sonido del martillo cuando golpea un clavo. De vez en cuando, el maestro se toma un descanso, cuelga el cartel de “vuelvo en cinco minutos” y se va al bar de la esquina a tomarse un café, o se sienta frente a un amigo de los muchos que frecuentan el taller para disfrutar de un rato de conversación. Nadie le mete prisa y él trabaja a su ritmo, sin el agobio del reloj, sin la amenaza de un jefe que le diga lo que tiene que hacer.
Ahora lleva entre manos unas sillas en miniatura que él construye desde la primera tabla al último toque de aguja. Son sillas infantiles que las hace a medida y con el nombre del cliente grabado en el respaldo. Cuenta que están teniendo bastante éxito y que sobre todo en Navidad, se las quitan de las manos. “Las hago completas, desde la estructura hasta el tapizado”, subraya.
Jesús Marín está solo en el taller. Trabaja sin ayuda porque hace muchos años que se perdieron los aprendices, porque ya no hay jóvenes dispuestos a embarcarse en la aventura de aprender un oficio para toda la vida. “Hay profesiones que se tienen que aprender desde niño y los niños de ahora están en otra onda”, asegura el tapicero. “Ya no encuentras adolescentes que estén dispuestos a empezar de cero mientras tú les vas enseñando a trabajar. Nosotros, los de mi generación, habíamos visto trabajar a nuestros padres, que nos habían inculcado la filosofía del esfuerzo, aquello de que o estudiabas o te ponías a trabajar porque en las casas no podía haber nadie con los brazos cruzados”, recuerda Jesús Marín.
El oficio de tapicero tampoco es ahora una garantía de futuro. Hoy sería difícil que un tapicero pudiera sacar adelante a una familia con su oficio. Se vive de pequeños trabajos, de los detalles que van saliendo, pero poco más.
Cuando él empezaba un maestro tapicero tenía un prestigio y ganaba dinero. En aquellos tiempos, los muebles eran sagrados y tenían que durar toda la vida e incluso sobrevivían a varias generaciones de la misma familia. Hoy los muebles se hacen con fecha de caducidad y cuando se ponen viejos o se rompen a veces es más rentable tirarlos y comprar otros que llevarlos a que los arreglen. “Antes se arreglaba todo. Nadie tiraba un mueve hecho de madera noble. Eran pequeños tesoros dentro de las casas que duraban siglos”, afirma.
Jesús Marín ha seguido los pasos de su padre. De niño se sentaba en un taburete para ver como trabajaba y así fue adquiriendo las habilidades para darle continuidad.
Sus mayores De la historia de su familia cuenta que el primer tapicero de la saga fue su tío Manuel Marín Sánchez. Era el mayor de siete hermanos, hijo de un vendedor de verdura de la Plaza Vieja, que después tuvo tienda en San Antón, que había llegado a la ciudad a finales del siglo diecinueve procedente del pueblo de Dalías.
El muchacho pudo haberse pegado al mostrador familiar, pero su padre prefirió que aprendiera otro oficio, por lo que siendo niño entró como aprendiz en el prestigioso taller que don José Martínez, ‘el Granaino’, tenía en el caserón que hacía esquina con la calle Campomanes, Conde Xiquena y Plaza Careaga.
‘El Granaino’ fue uno de los grandes maestros que pasaron por la ciudad. Su taller fue la escuela para muchos tapiceros almerienses que después hicieron carrera en solitario. Llegó a Almería huyendo de la competencia que existía en Granada y atraído por el aliciente de una ciudad con aspiraciones de progreso: eran los años de apogeo del ferrocarril y del floreciente comercio de la uva. Al calor de Los prósperos negocios fue surgiendo una burguesía con alto poder adquisitivo que invirtió en grandes viviendas y en muebles de estilo hechos con maderas de nogal y caoba, que llevaron la firma de ‘el Granaino’.
La Guerra Civil truncó el negocio del prestigioso maestro, un taller de referencia en la ciudad, que además había sido academia de aprendices durante tres décadas. El taller fue clausurado por las autoridades republicanas y el maestro fue encarcelado por su vinculación profesional con familias relacionadas con la Iglesia y políticamente ligadas a la derecha.
Después de la guerra, cerrada la etapa de aprendizaje en el taller de ‘El Granaino’, Manuel Marín Sánchez siguió con su oficio en compañía de sus hermanos Jesús y Enrique, instalándose en un portalón de la Plaza Granero, junto al local que hoy ocupa la bodega Montenegro. Aunque fueron tiempos duros por la falta de expectativas y el hambre, nunca le faltó el trabajo. En las casas no se tiraba nada, por lo que una butaca o un sofá tenían que durar toda la vida. Cuando se estropeaban, como la mayoría de las familias no tenían dinero para comprarse uno nuevo, llevaban el sofá al tapicero para que lo dejara como nuevo y siguiera dando guerra.
Los hermanos Marín emprendieron caminos distintos en 1948. Manuel se llevó el taller a una casa de la calle Solis, mientras que Jesús puso la tapicería en la calle Martínez Campos, frente a la antigua aduana. Allí empezó a aprender su hijo Jesús Marín Navarro, que hoy, más de setenta años después de que el primero de los Marín abriera una tapicería, se ha convertido en el último eslabón de de la saga.
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