El gobernador de Barcelona, el republicano Juan Molés por aquel entonces (enero de 1933), dio la noticia a los periodistas locales que habían acudido como cada mañana a su despacho del Paseo de Gracia: “Casi todo un pueblo de la provincia de Almería se ha instalado en Granollers y han constituido su propio Ayuntamiento”. Eran esos años en los que los almerienses de Cuevas o de Vera, de Albox o Partaloa, de Serón o Lucainena, soñaban con los penachos de humo de las fábricas catalanas como emblema de prosperidad.
Se veían, fruto de esa imaginación febril que solo provoca la pobreza, con el pañuelo lleno de duros anudado al pantalón, de vuelta a su pueblo, con posibles para comprar un cortijo y unos animales. Pero también imaginaban, estos noveles emigrantes del pasado siglo, las historias picantonas que les contaban sobre el Paralelo los que ya habían regresado de la diáspora forzosa. Relatos de mujeres que salían al escenario semidesnudas contoneándose sobre unos tacones de aguja al ritmo de de La Pulga y con un pitillo en los labios.
Ese pueblo del que hablaba aquel gobernador, que quedó reflejado en las páginas de la prensa catalana de la época, era Lúcar, ese caserío del Alto Almanzora donde se vieron los últimos lobos de la provincia, ese municipio que llegó a tener un virrey en Chile y ahora presume de bigotudo presentador de televisión. Fue en esa época en la que la crisis de los años 30, tiempo de higos secos a falta de lluvias, hizo palidecer de hambre a muchos pueblos de Andalucía en general y Almería en particular. Los lucareños empezaron primero a emigrar tímidadamente a Cataluña, hasta que viendo los lustrosos zapatos que gastaban los que volvían de Pascuas a Ramos y el buen color de sus mejillas, les hizo emprender una emigración en masa, casi un éxodo bíblico y concreto a la tierra donde manaba leche y miel, que para ellos era la mítica Granollers.
Emigró el alcalde, un acaudalado venido a menos, con el rimbombante nombre de don José Afán de Rivera Díaz. Y con él, hicieron el equipaje varios concejales, el párroco, hasta el curandero y decenas de familias que iban llegando en un chorreo continuo en el tren, llevando por todo equipaje un hato a la espalda. Consecuencia quizá de esa mayúscula expatriación, Lúcar cuenta hoy con 800 habitantes cuando en la primera parte del siglo XX sobrepasaba los 1.700.
Los lucareñeros, junto a tijoleños y purcheneros sobre todo, empezaron a hacerse dueños de Granollers, llenando las casas baratas de la Plaza de Maluquer. Empezó a oirse ese deje aspirado almeriense por cada una de las esquinas y en el Café Alhambra pasaban las tardes de poco trabajo jugando a la baraja y tocando algunos la guitarra entre jarra y jarra de vino.
Esos almanzoranos de aluvión en la industrial cataluña valían para todo: lo mismo se empleaban en fábricas de lejía los hombres y de hilados las mujeres, que en las vías del ferrocarril o en la recogida de piñones o en el sesteo del ganado.La razón de por qué fue Granollers el principal abrevadero de tantas familias de Lúcar hay que buscarla en que allí se estableció en 1926 un Batallón de Montaña donde figuraban bastantes mozos de Lúcar y de otros pueblecitos almerienses del Almanzora. Muchos de esos muchachos se licenciaron y decidieron quedarse en esa tierra de oportunidades antes que volver a su pueblo a estar siempre con el arado mirando al cielo.
También hubo razones sentimentales por los abundantes noviazgos y casamientos de soldados con hijas de payeses que propició después el traslado desde Lúcar de hermanos y padres, de los que se corría pronto la voz de que habían encontrado empleo bien remunerado con facilidad.
Tal fue la situación, que parte que la comunidad lucareña creó, como aseguraba el gobernador barcelonés, su propio Ayuntamiento paralelo en la calle Ricoma, donde recibían y expedían comunicaciones de carácter oficial.
Se entabló un movimiento de solidaridad entre los paisanos que acudían al tren a recibir a cada nueva hornada que llegaba: “el hijo de Manolo el peluquero, el sobrino del cura, los padre de Juan el de la tienda, etcétera. Y lo primero al llegar era pagarse una juerga en el Paralelo barcelonés, a 30 kilómetros de Granollers, en alguno de aquellos cabarets en los que triunfaba por esas fechas la paisana Bella Dorita.
Tanto fueron multiplicándose y prosperando por su laboriosidad los almerienses de aluvión -como los hijos de Israel en Egipto- no solo ya en Granollers, sino también en Badalona, Sabadell, en las minas de la Potasa de Suria, en Manresa o en el barrio de Hospitalet, que empezaron a despertar recelo entre la población autóctona de algunos barrios catalanes con la que convivían y a encontrar críticas afiladas en crónicas de la época firmadas por José Benavides o Carlos Sentis quien llegó a calificar a los almerienses y murcianos de “seres primitivos que manchaban Cataluña”.
Con el tiempo, las aguas de la convivencia se fueron amansando, muchas de las calles de esos barrios industriales hoy llevan toponímicos almerienses y la mezcla de sangre y de apellidos se ha ido acrecentando desde entonces, a pesar de que la inopia aún persiste y está de plena actualidad.
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