En 1880, cuando la ciudad celebraba los festejos regios por el inminente parto de la reina María Cristina, esposa de Alfonso XII, el Mercado Central se trasladó desde su lugar habitual frente al Ayuntamiento, a la Plaza de la Catedral y a la plazuela de los Olmos. En aquellos tiempos, la plaza estaba rodeada por casas nobles, la mayoría con huerto interior, cuadras y corrales, entre las que destacaba la casa de los Puche, que fue morada de don Francisco Javier de León Bendicho, último propietario de la saga que dio nombre al edificio. En enero de 1883, ocho años después de la muerte del señor Bendicho, la casa se convirtió en escuela cuando la viuda del profesor don Ramón Calvo Rumi, decidió trasladar allí el colegio del Salvador, que había fundado su esposo en 1881 en la calle Infanta. La casa acogió las aulas del centro y las habitaciones de los alumnos internos.
Muchos de nosotros conocimos aquel palacio cuando se había transformado en un pequeño barrio donde los vecinos convivían en familia, donde cada vivienda, por pequeña que fuera, estaba habitada, donde la gente mezclaba sus vidas en un tiempo en el que nadie echaba la llave de las puertas y los secretos se compartían a la caída de la tarde en las sombras del zaguán. El patio, como llamábamos entonces a todo el edificio, tenía un corazón que no cesaba de latir, el de las familias humildes que pasaron por sus viviendas en una época de grandes estrecheces y modestos alquileres, el de los niños que llenaban de vida cada uno de sus rincones cuando salían de la escuela. Era una vida sin tregua, un ir y venir constante de gentes que sólo cesaba cuando llegaba la noche y se apaga la última luz. El patio de la Plaza de Bendicho estaba lleno de rincones sugerentes: escaleras de piedra por donde los niños subían y bajaban en sus juego sin descanso, pequeñas habitaciones que se habían quedado deshabitadas y que servían de escondite, el patio trasero con su lavadero y las letrinas comunes, y arriba, el ‘terrao’, que era el desahogo de la casa, desde donde se podían tocar las piedras de la Catedral, desde donde se disfrutaba de las mejores vistas posibles en un tiempo en el que no existían aún los grandes edificios y todo parecía estar al alcance de la mano.
La Plaza de los Olmos, que se llamó también Princesa y después de Bendicho, tuvo desde antiguo una fuente de agua en el centro, a la que acudían las sirvientas del barrio para llenar los cántaros. A media mañana, eran tantas las muchachas que se reunían en torno a la fuente a contarse sus vidas que la glorieta parecía el Mercado Central en la hora punta. En el otoño de 1888 se llevó a cabo la remodelación de la plaza. Desapareció la antigua fontana y fue sustituida por otra de mayor tamaño con la taza de mármol blanco, que le costó mil pesetas al municipio. Alrededor de la fuente se construyeron jardines circundados por una hermosa verja de hierro.
La espléndida fuente se mantuvo allí hasta noviembre de 1916, cuando el Ayuntamiento decidió reformar la Plaza de la Catedral y sus jardines y acordó trasladar la fuente de mármol de la Plaza de Bendicho para que luciera con todo su esplendor y para darle el realce que el renovado recinto catedralicio necesitaba. Sin su fuente, y con los jardines abandonados, la recoleta plazuela fue perdiendo fuerza y se acentuó ese hermetismo que mantuvo desde entonces, ese alma de rincón escondido.
En 1921 hubo un intento por parte de las autoridades municipales de rescatar la plaza con un ambicioso proyecto de glorieta cercada, con puertas de entrada por norte y sur, parecida a la existente en la Plaza de San Pedro, que contemplaba además la construcción de ocho pedestales de piedra para las puertas de acceso al jardín; ocho jarrones de hierro fundido para adornar los pedestales de las puertas y setenta y nueve metros lineados de asiento de piedra.
Este ambicioso proyecto, que fue elaborado por el arquitecto Julio Egea, empezó a ejecutarse a finales de 1921, pero cuando sólo se había alineado la zona ajardinada, las obras se suspendieron por falta de recursos económicos. La vieja Plaza de los Olmos estuvo durante décadas con un aspecto de abandono absoluto, convertida en un rincón olvidado.
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