Los taxistas de la Plaza de Manuel Pérez

Llegaron en los años sesenta y se establecieron pegados a la acera del Kiosco de Amalia

Eduardo D. Vicente
15:00 • 28 abr. 2017

Las tardes que el kiosco de Amalia cerraba y no aparecía Pepe ‘el Cojo’ con su carrillo ambulante para instalarse detrás, aquellas tardes de invierno en las que después del cierre de los comercios la ciudad se transformaba en un  pueblo fantasma, la Plaza de Manuel Pérez mantenía un hilo de vida gracias al alboroto de los taxistas, que con su ir y venir, con sus conversacines en voz alta estiraban los días de  aquel rincón del centro de la ciudad. 


La parada de taxis se abrió en los años sesenta junto a la acera del kiosco, en el mismo escenario donde en los tiempos de la posguerra había sobrevivido una vieja parada de carros. Aquel era un rincón mágico, con una actividad intensa a lo largo del día: el bullicio de la barra del kiosco de Amalia; el río de gente que pasaba buscando las tiendas de la plaza, algunas llenas de historia como era el caso del Rinconcillo o la célebre tienda de los Cuadros; y la presencia de los limpia botas, artesanos del betún y del cepillo que se pasaban el día sentados en sus taburetes de madera esperando a la clientela;  los betuneros se concentraban en el anchurón de la puerta de tejidos  La Africana, uno de los establecimientos históricos del lugar. El que fue su último propietario, Justo Pintor López, cuenta que la tienda ya existía en los años veinte y que fue su abuelo, Francisco López Benavente, el que la instaló y el que le dio el prestigio de ser uno de los grandes  establecimientos de pañería que existía en la ciudad.


Más abajo de La Africana  aparecía el Rinconcillo, uno de los negocios más prestigiosos por la variedad de sus artículos. Vendían desde camisas y ropa interior hasta collares, pulseras y sombreros. En los años de posguerra, cuando la tienda la dirigía el empresario José Plaza Gallarch, el Rinconcillo era uno de los comercios preferidos por los niños porque por una compra regalaban un globo con pito incluido. Desde 1950, el establecimiento cambió de manos y pasó a ser propiedad de don Manuel González Moya.




Allí, junto al Rinconcillo, estuvieron ubicados los Benavente, los zapateros más célebres de Almería que todavía hoy mantienen la tradición de arreglar el calzado en un local frente a la iglesia de Santiago. 


En esa misma acera se colocaban los vendedores de garbanzos y frutos secos y montaban sus trípodes los minuteros, aquellos fotógrafos ambulantes que retrataban a los niños a lomos de un caballo de cartón. Se ganaban la vida frente a la fachada de la Tienda de los Cuadros, que según el Padre Tapia ya existía en 1869, y que estuvo abierta hasta que derribaron el edificio en los años noventa, cuando el centenario comercio era propiedad de los Rubí, una familia de cristaleros. La Tienda de los Cuadros era un gran bazar que vendía pinturas, caballetes, marcos, todo tipo de adornos para el hogar y disponía de un inagotable muestrario en imágenes de santos y de vírgenes.




Arriba, en ese pequeño islote que formaban en la parte norte de la plaza el quiosco Amalia, la zapatería de Plaza, los tejidos La Africana y la perfumería Casa Caparrós, aparecía un elemento imprescindible para entender la vida de este rincón de Almería. Era el carrillo de Pepe ‘el Cojo’, el ambulante que vendía golosinas, cupones, preservativos y tabaco de contrabando pegado a la parte trasera del kiosco Amalia.  Más abajo se estableció otro kiosco de bebidas, el Oasis, que todavía sigue en pie; el puesto de Alfonsito, el minusválido que vendía Iguales y banderines de los equipos de fútbol, y el tenderete de las correas que fue el origen de la firma Bolsos Carlos.


En la acera de enfrente aparecían comercios de la importancia de Tejidos La Pajarita, La Tijera de Oro, la chacinería de los Díaz y el despacho de lotería El Gato Negro. Era la administración número cinco y fue inaugurada en 1929 por doña Clotilde Bueno en Conde Ofalia. En 1935 se mudó a su destino definitivo de la Plaza de Manuel Pérez, donde ha estado abierta durante décadas. Ocupaba un viejo caserón entre la calle Regocijos y la Plaza del Carmen, un rincón que fue aprovechado por los empresarios cinematográficos para colocar los anuncios de las películas que se estrenaban en las salas de la ciudad.
 





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