El ritual se iniciaba con el reto y esos ojos infantiles desafiantes, dispuestos a iniciar la partida en una atmósfera de humo de cigarrillo mentolado y olor a grasa. La peseta se introducía en la ranura, después se pulsaba el pequeño cilindro metálico, los equipos apretaban los dientes con el puño cerrado sobre el mango, marcando territorio y la bola iba y venía de una portería a otra por un campo postizo, entre futbolistas mayestáticos como momias egipcias y ensartados en la barra como un pinchito moruno.
En los bordes del ingenio mecánico, los bocadillos de sobrasada o de foagrás temblaban con los movimientos impetuosos de los jugadores, aguardando a ser mordidos después de cada gol. Desde detrás de un rudimentario mostrador, el encargado de la sala de juegos, con un delantal lleno de monedas para el cambio, no quitaba ojo para neutralizar cualquier trampa de los muchachos como poner bolsas dentro de la portería para que no se colaran las bolas.
Eran las salas de juego de aquella inocentona Almería de los años 60 y 70, que tanto proliferaron acogiendo al golferío infantil y juvenil de esa época de toretes y vaquillas.
En esos paraísos de libertad para los chavales de la época, el futbolín siempre ocupaba uno de los espacios principales. Allí, los pequeños fuímos aprendiendo-viendo los biceps marcados de lo mayores- a pasarla de la media a la delantera, a racharla, a meter goles con el portero, a manejar los mangos como la seda. Se jugaba casi siempre por parejas y existían los especialistas de la defensa y los de la delantera. Los jugadores más cualificados, las parejas campeonas de la sala, eran como semidioses para la chiquillería que se apostaba frente al campo de juego para vitorear los goles y para admirar ese juego recio del defensa y de terciopelo del delantero.
Antes de empezar la partida había que sortear campo. Cada cual tenía su escuadra fetiche para el juego: el Madrid, el Athletic de Bilbao, el Barcelona o el Betis eran los equipos más recurrentes con los jugadores pintados como soldaditos de plomo.
En los prolegómenos del match se engrasaban las barras con una lata de gas y aceite y si el encargado no tenía, se suavizaban con saliva extendiendo y encogiendo varias veces el mango. Se refrescaba el campo con una esponja para que rodara mejor la bola, como si se tratara del mismísimo Bernabeu y se conveniaba también si se permitiría pararla o cambiarla de jugador en la delantera. Así se pasaban esas tardes machadianas tras los cristales al salir del colegio y los sábados, con campeonatos maratonianos en los que podías ganar el bote compuesto por el duro que había apostado cada pareja de jugadores.
Pero en las salas de juego, los recreativos, no eran solo el futbolín. Había también otros espacios como los billares, más silenciosos y reservados a los adultos, con esos tapetes verdes como una pradera, donde solo se oía el chocar de las bolas. A lo lejos veíamos a los mayores darle tiza al taco con parsimonia y apuntar las carambolas en un marcador de fichas que parecía un abaco chino de los que salían en las enciclopedias Alvarez.
Otro ambiente era el de las máquinas de mandos y bolas de acero, con sus marcadores luminosos, con las que ibas sumando puntos hasta hacer partida. Fueron siendo sustituidas con los años por las máquinas de marcianos más sofisticadas. También estaban las mesas de ping-pong, que cuando jugaba algún maestro se llenaba de mirones viendo parar mates imposibles con esas raquetas de pasta y goma que se iban gastando con el tiempo y que cuando el encargado las cambiaba había cola para estrenar las nuevas.
Solían haber en esos recreativos aquellas primitivas máquinas de música, donde se echaba un duro y se elegían dos canciones de las muchas que aparecían en un panel con los nombres del intérprete y de la canción escritos a boli.
Se acercaba entonces al aparato de discos uno de aquellos travoltas de los 70, con patillas, zuecos y pantalones de campana y como por ensalmo empezaban a sonar los Hijos del agobio de Triana o Demis Roussos o los Bee Gees, mientras en el ambigú despachaban cubatas de Larios-Cola, mientras en la calle rugían aquellas Ducattis o Montesas trucadas tan en boga, mientras nosotros seguiamos a lo nuestro, con nuestras gloriosas partidas de futbolín gritando, de vez en cuando: “jefe, grasa”. En Almería hubo imperiales salas de futbolines como la del Café Colón, atendida antiguamente por un personaje popular al que llamaban Sandique, donde había que pedir turno para jugar. Y casi todos los barrios tenían su propia sala de juegos: Manrique en el Barrio Alto; el Garrote en la Plaza Vieja; Soriano cerca del Instituto Celia Viña; los de la calle Real junto al Arco, los de Estanislao en la calle Padre Alfonso Torres , los de la calle Regocijos, los de la OJE en la calle del General Segura y en Pescadería los recreativos del Pájaro.
Algunos nos apuntábamos de monaguillos para jugar gratis en el Club Parroquial también al pin-pong o al billar.
Antes de la Guerra, fue muy concurrida la sala de billares del Café Suizo y la de del Restaurante La Campana, en la Plaza del Carmen, donde se organizaron excelentes campeonatos en los que brillaron billaristas como Luis de la Puente, Francisco Royo y Federico Florido.
Con el tiempo, en los años 80, los primeros pubs también empezaron a instalar, en un ambiente más taciturno, futbolines y billares como el Mediterráneo, el Sotanillo, Hollidays, el Tijuana, Los Pirineos o Capitán Nemo.
Casi todos los pueblos tenían también sus sala de futbolines: en Vera, la de Diego el Peña y Los Pajaritos; en Huércal de Almería, la del Pitufo; en Cuevas estaba el Forys, en Mojácar los de Félix, en Turre los de Paca Baraza, en Huércal-Overa, el billar de Juan de la cárcel y en Garrucha los de Pedro Cortés y los de Josefina.
En Berja había futbolines en la Plaza del Mercado, en El Ejido, el Noche y Día y los de Agustín, en Adra los de Antonio Durán. En Olula eran concurridos los futbolines de María Araceli, donde algunos trampeaban con una moneda de dos reales prendida por un hilo, y en Macael, los del Colorín.
Fueron los recreativos todo un universo de aprendizaje para miles de niños de la provincia, una escuela paralela a la de la aritmética y la gramática, cuando uno comenzaba a vivir y le chispeaban los ojos con solo ver correr la bola por el campo de madera pintada.
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