Cuando Antonio Gómez tenía catorce años los niños de su generación tenían dos caminos: o seguir estudiando o aprender un oficio. La figura del adolescente tumbado en la cama viendo la vida pasar costeado por sus padres no existía y los jóvenes, nada más terminar la edad escolar, sabían que estaban obligados a labrarse un futuro para ser hombres de provecho.
Con catorce años un niño era entonces un hombre y la obligación de llevar un sueldo a su casa empujaba a muchos a buscar una salida laboral de forma prematura. A esa edad fue cuando Antonio Gómez Márquez se presentó frente al dueño de la Dulce Alianza para decirle que quería trabajar. “Yo tenía un amigo, Paco Ferrer, tío de Bisbal, que estaba allí trabajando y fue el que me avisó de que hacía falta un aprendiz”, recuerda Antonio.
En aquella época, corría el año 1961, el obrador de la Dulce Alianza parecía el metro de Madrid a primera hora de la mañana. Allí trabajaban dieciocho empleados y el taller era una auténtica universidad donde los grandes maestros iban mostrando el camino a los aprendices. Para Antonio Gómez, la experiencia vivida en la Dulce Alianza fue decisiva y le sirvió para descubrir un oficio y una vocación. Fueron cuatro años intensos antes de pasar a formar parte de otro obrador histórico, el de la confitería Capri, donde siguió formándose. A comienzos de los años setenta, cambió de rumbo, dejó las pastelerías del centro y se fue a probar suerte con el maestro Aurelio García, que era el dueño de la pastelería Santa Inés, en el Llano de San Roque. Había dejado de ser un niño, ya no era un aprendiz, y quería afrontar nuevos retos dentro de la profesión.
En aquel tiempo, la confitería del barrio de la iglesia de San Roque era también un templo para los vecinos. Las celebraciones de la gente pasaban por aquel obrador que se vestía de fiesta cuando llegaban las comuniones o en las vísperas de San José, en un tiempo donde todavía las madres bautizaban a sus hijos con los nombres de siempre. (Hoy ponerle Pepe a un niño sería una extravagancia).
Su paso por la confitería Santa Inés le sirvió para dar el salto definitivo y plantearse su futuro en solitario. Quería ser pastelero, tener su propio negocio donde desarrollar todas las habilidades que había ido adquiriendo desde la pubertad. En 1986, con el dinero que había conseguido ahorrar, se echó a la aventura y comenzó a buscar por la ciudad un local vacío en un barrio con posibilidades de crecimiento. Acompañado de su mujer recorrió las calles una a una reconociendo el terreno. En una de sus incursiones encontró con un local vacío en la calle de San Juan Bosco, que entonces era la artería principal de un barrio consolidado, lleno de bloques de edificios y de familias. Habló con la dueña y tras no llegar a un acuerdo en el primer intento por diferencias económicas, siguió buscando. Fue entonces cuando en su recorrido se topó con un local en la calle Pedro Jover, que también reunía las condiciones que él iba buscando.
Preguntó por el precio, lo vio aceptable y pasó a la acción. El siguiente paso fue reconocer el terreno, comprobar si la calle era tenía el tránsito suficiente para que su negocio pudiera prosperar. Con su mujer inició un estrecho marcaje visitando la calle de Pedro Jover en días distintos y a distintas horas para tomarle el pulso. Le gustó y unas semanas después llegó a un acuerdo con el propietario por doce millones de pesetas. Al día siguiente de firmar, recibió una llamada de la propietaria de la nave de la calle de San Juan Bosco ofreciéndole el local más barato. Llegó tarde.
Desde los primeros días, Antonio y su mujer comprobaron que habían acertado. La calle de Pedro Jover era un río constante de parroquianos y la confitería empezó a funcionar a toda máquina. Desde el principio apostó por la manera tradicional de elaborar los dulces, tal y como lo habían enseñado los viejos maestros. ‘El Bombón’, como bautizó su negocio, apostó fuerte por la calidad, por utilizar las mejores materias primas y se alejó de la modernidad de la masa congelada y de los productos químicos.
Fueron años de duro trabajo junto a su esposa. En las fechas señaladas podía echar más de doce horas diarias entre el obrador y la confitería. Allí fue enseñándole el oficio a su hijo, Antonio Gómez García, que hoy está al frente del negocio. Treinta años después de su apertura, la confitería de Pedro Jover sigue funcionando con la misma fuerza que el primer día, siendo un referente en el barrio. En las últimas navidades se llegaron a batir varios récords, entre ellos en los días previos a la festividad del seis de enero, cuando llegaron a elaborar ochocientos roscones de Reyes.
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