Esa mañana andaba un tanto turbado el tío Balsicas, a pesar de la vida vivida, de tantos días viendo amaneceres en el valle, de tantas lumbres en invierno y remojones en verano. No era para menos, iba a casarse de nuevo y a pesar de sus 96 años -nació cuando aún no había sistema métrico decimal y todo se calculaba en arrobas y celemines- le acababan de salir de nuevo, como por encantamiento, los dientes de leche, después de veinte años sin una sola pieza dental en su boca campesina.
Se notó, por eso, más apuesto ante el espejo del ropero y se vino arriba entonces, el tío Jaime Ruiz, viudo desde hacía lustros y labrador del caserío de Los Oribes de Huércal-Overa. Garabateó en un papel una propuesta de matrimonio de menos de 140 caracteres, como un tweet moderno: “Anica, si no quieres estarte sola, arréglate conmigo”.
La pretendida era Ana Martínez Fernández, de 80 años, encajera de bolillos, cuyo marido se fue a Orán y del que no sabía si estaba vivo o muerto. Hacía tiempo que Jaime la rondaba por la fuente, por la ermita, hasta por el molino, pero no se podían casar por que ella no tenía fe de viuda. Hasta que pasaron los años y el arcipreste, don Antonio Tormo, lo permitió.
El día de la boda, un domingo de noviembre de 1956, el nonagenario novio ya con bisnietos en su haber, tras dormir muy poco, se aseó, se empapó de brillantina las sienes blancas y se puso su chaqueta de alpaca.
Echó un vistazo sin nostalgia al arca donde aún conservaba doblado el avío con el que se engalanó cuando se desposó mozo la primera vez: el terno y el calzón de pana azul, el chaleco de piqué, la faja encarnada, las medias y alpargates y hasta el sombrero calañés. Y se acordó del convite, del acordeón y de la noche de bodas en el catre de perfolla con el sudor de la piel juvenil.
Habían pasado muchos años y décadas y, por eso, había llamado al cura casi en secreto, para evitar la habitual cencerrada y se había llenado el bolsillo del pantalón de peladillas para regalárselas a la novia en el convite. Fueron muy pocos los que acudieron a la ermita de la aldea, los suficientes para confirmar el otoñal matrimonio. Y tras el si quiero, las bendiciones y deseos de prosperidad, los novios fueron a convidarse con vino de Jumilla y almendras de Palacés a la cercana taberna de Diego el Rubio.
Fueron quizá los esponsales con más añadas de la historia de Huércal-Overa y quizá de la provincia, al menos desde que se tuviera memoria. Tanto que hasta la edición del 10 de noviembre del ABC se hizo eco de las sorprendentes nupcias de Jaime y Ana, en un vergel de 50 cortijos, perdido en el sur de la Península.
Los Oribes no tenían cura propio, ni barbería, ni esquilmo de ultramarinos, pero sí tenían maestra, en ese tiempo la señorita Carmen Acién, que por Navidad enseñaba villancicos a los niños. Aún se veía al lado de las casas, la hondonada de Albojaira que había sido un lago y que se secó por los efectos del terremoto de 1863 que asoló la zona de Huércal y Cuevas cuando el tío Jaime era aún un niño.
Pasó el domingo del casamiento y el Balsicas y la tía Anica volvieron a lo suyo, como si tal cosa, sin pensar en nuevos hijos que concebir ni calenturas amorosas que apaciguar ya a sus años, pero haciéndose compaña, calentándose en la misma lumbre y alimentándose del mismo puchero.
Jaime Ruiz Asensio siguió, a pesar de su edad y del reúma, labrando todas las mañanas con la bielda las tahúllas de tierra que tenía en suerte, cosechando los sabrosos tomates de la huerta, alimentando los animales del corral y desperfollando el panizo por las tardes en la era comunal de Los Oribes, que era entonces un frondoso anejo a diez kilómetros de Huércal-Overa, en la margen derecha del río Almanzora, con solo dos calles: la de Adelante y la de Atrás.
Anica, tostada como el café, se movía con la ligereza de una ardilla: lavaba en la fuente con el agua cristalina de La Loma, llenaba las cantareras, picaba esparto mojado con la maza y colgaba ristras de pimientos rojos para que se secaran al sol sobre el postigo encalado del cortijo. Vigilaba también como una cancerbera la tranca de la puerta, para que nadie interrumpiera la siesta de su hombre, y se sentaba en círculo con las vecinas a hacer encaje de bolillo que luego venderían los lunes en el mercado de Huércal-Overa.
Sin luz eléctrica, cuando anochecía en la vega, se apañaban para seguir tejiendo los encajes con el quinqué, haciendo repiquetear con laboriosidad los palillos como si no hubiese un mañana. Tejían primorosos arabescos sobre la tela, bruñían filigranas de seda y de hilo para juegos de cama y para ajuares de novia que lucirían en el altar. Los encajes de esas mujeres huercalenses llegaron a rivalizar con los mejores de España, con miriñaques a los que pusieron nombres como la Marquesona, la Princesita o el Pavo real, que vendían a Pepe el de Lola a unas 18 pesetas el juego.
Por su parte, el único gusto que se permitía el tío Jaime en esa rústica vida era ir de vez en cuando, al romper el día, con su gorra calada y su petaca de tabaco, a cazar perdices en el puesto. Y cuando tenía que hacer algún mandado, aparejaba la caballería, dejaba atrás el Camino del Pelotar, saludaba al tío Frasco el del Cortijo de Las Esteras o coincidía en la senda con el taxi de Perico y atravesaba sobre la jumenta el lecho del río hasta el pueblo del Cura Valera.
Allí se convidaba con algunos parientes que se dedicaban al trato del ganado y compraba los encargos de su mujer en el comercio de Alfonso el Chatico. Era entonces alcalde de Huércal Overa el abogado Antero Enciso ‘el niño Antero’ que acababa de relevar a Rogelio Fajardo Biel.
No llegaron a ver los ojos centenarios del tío Jaime la riada del 73, que cayó como una mortaja sobre su tierra querida, arrasando la huerta que tanto labró, la miaja de naranjos que cosechó como un capricho, el puente de Santa Bárbara que tanto cruzó; ni vio más tarde aún cuando las aguas del pantano encenagaron el esqueleto de la ermita donde se casó y el chasis de los 50 cortijos de esa aldea casi de barro y cañabrava como la del universal mito colombiano. Porque Los Oribes fue como el Beninar del Levante, que quedó sepultado bajo la ciénaga, como otro puñado de cortijadas.
Se fue sin ver todo eso Jaime el Balsicas, labriego con porte de personaje salido de los versos de Sotomayor, ejemplo de don Juan casi centenario, que no quiso renunciar al amor, a pesar de ser caballo viejo, ni a cortejar a una moza de más de ochenta años que alivió el invierno de su vida.
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