El puerto de los días de diario era un territorio acogedor donde no era necesaria la ropa limpia ni los protocolos de los domingos. Si en los días de fiesta íbamos a pasear bajo el orden estricto que imponía la familia, con los zapatos oliendo a kanfort y con el pelo repeinado con colonia, en los días corrientes, en un lunes cualquiera, íbamos al puerto ligeros de equipaje y con ánimo de fuga.
El puerto de las mañanas de los domingos era una pasarela por donde cruzaban las familias con sus mejores ropas, en ese recorrido que empezaba en el Paseo y terminaba frente al mar. Por allí paseaban los novios, los enamorados recientes que exhibían con orgullo su pasión, y los enamorados marchitos, aquellas parejas que estiraban el noviazgo hasta el límite y que caminaban cogidos de la mano sin mirarse a los ojos. Casi todos conocimos a alguna de aquellas parejas que llevaban toda la vida noviando y que terminaban siendo presa de los comentarios de la gente, con aquella frase tan utilizada que decía: “A esos ya se les ha pasado el arroz”.
Las familias caminaban sin prisas a lo largo del muelle, envueltas en esa atmósfera de tiempo detenido de las mañanas de los domingos. La gente se cruzaba y se saludaba; los conocidos se detenían a hablar, mientras los niños buscaban al vendedor de las pipas que con la cesta de mimbre también bajaba al puerto en busca del jornal que le solucionara la semana. Al puerto de los domingos iban los niños a aprender a montar en bicicleta, a volar las cometas aprovechando que allí siempre soplaba el viento o a ver a las muchachas con su ropa de estreno.
Al puerto de los domingos iban también los reclutas que a primera hora llegaban en la Parrala desde el campamento. A los niños nos gustaba contemplar a aquellos jóvenes que se paseaban en manada, cegados de testosterona. Viéndolos, nos imaginábamos que nosotros seríamos como ellos algún día; que recorreríamos el paseo de una ciudad lejana envueltos en un traje militar buscando desesperados la complicidad de una novia que nos hiciera más agradable esa obligada travesía del desierto que era el servicio militar.
El puerto era un escenario distinto cuando llegaba el lunes, un territorio indómito, el lugar perfecto para fugarse de las obligaciones diarias. El puerto de los días de diario se llenaba de lejanías y uno tenía la sensación de que allí, frente al mar, la ciudad quedaba tan distante que el colegio nos parecía un lugar remoto que nunca había existido. Si los domingos íbamos al puerto, los días de diario nos escapábamos al puerto.
Para muchos niños de entonces, el puerto era un sitio prohibido al que solo podíamos ir acompañados de los mayores, quizá por eso nos gustaba tanto perdernos por aquel mundo de soledades. Allí teníamos la sensación de que nadie nos miraba, que todas las normas que caían sobre nosotros en nuestras casas y en la escuela de pronto desaparecían, con la misma rapidez que se atenuaban los ruidos de la ciudad cuando estabas frente al mar.
El puerto te brindaba varios escenarios. Uno se podía perder por el dique de levante para disfrutar de la sensación de que estaba solo en el mundo. Desde allí el faro parecía tan cercano que estirábamos el brazo para tocarlo y si nos dábamos la vuelta nos encontrábamos con una estampa distinta de la ciudad, como si nos estuviéramos acercando en un barco. Junto al solitario dique de levante estaba el espigón de las rocas que se asomaba a la playa del Cable Inglés. Cuántas pandillas de adolescentes compartieron en aquellos escondites sus primeros cigarros. Cuántas parejas de novios se adentraban entre los huecos de las piedras para devorarse a besos a salvo de las miradas.
El puerto de los días de diario era también un territorio para los pescadores que con su cubo y su caña se pasaban las horas muertas esperando el milagro de una captura. Nos gustaba contemplar su ritual, con qué paciencia preparaban la caña, con qué esperanza volvían a reponer el cebo perdido, con qué solemnidad encendían el cigarrillo y con qué ilusión regresaban al día siguiente después de una jornada en blanco. A veces, nos sentábamos junto a ellos y sin intercambiar una sola palabra, compartíamos sus horas muertas, disfrutando del placer de perder el tiempo lejos de la disciplina diaria.
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