Cuando llegábamos de la escuela nos faltaba tiempo para echar la cartera a volar, lanzarla sobre el sofá y fugarnos a la calle en busca de la libertad que habíamos perdido dentro del aula. Los niños de los años sesenta vivimos entre dos realidades opuestas: la disciplina del colegio y el privilegio de la calle. Muchos veníamos de las escuelas privadas donde durante décadas se mantuvo la misma rigidez estrecha de los años de la posguerra, donde la educación se basaba sobre el fundamento de la disciplina, siempre incuestionable, como lo era la autoridad del maestro, a la misma altura que podía tener entonces la influencia de un padre.
En el aula nos ponían firmes, nos mantenían a raya y a veces hasta nos corregían las imperfecciones que traíamos de nuestras casas.
Para muchos, los primeros años de escuela fueron un ensayo del servicio militar. Allí nos enseñaron que el maestro era incontestable y que el aprendizaje requería un esfuerzo y un sacrificio que en muchos casos pasaba por la autoridad de la vara de madera. Los castigos estaban tan presentes en el aula como el crucifijo que presidía la pared principal. El maestro te daba tu recompensa en las palmas de las manos si no te sabías dónde nacía el río Ebro, o si te cazaba distraído hablando con el compañero. Siempre había un motivo para impartir justicia.
En el colegio nos enseñaban a rezar todos los días, a coro y sin entender nada de lo que estábamos diciendo, y en los recreos nos colocaban en fila y nos mandaban que nos cubriéramos, que nos pusiéramos firmes como si fuéramos aprendices de soldados. En el colegio nos ordenaban a la hora de entrar y de salir, pasaban lista a diario y te revisaban las manos para ver si llevabas las uñas limpias. En el colegio había un cuarto oscuro, al que la mitología infantil le llamaba el cuarto de las ratas, donde se decía que llevaban a los indisciplinados, a los alumnos que no tenían remedio.
No es de extrañar que muchos, cuando tocaba el timbre, saliéramos corriendo en busca de la puerta. Abandonábamos la autoridad del colegio para recuperar la libertad que entonces representaba la calle. Lanzábamos la cartera sobre el sofá y nos fugábamos sin tiempo ni para comernos la merienda. Hay una imagen que se repetía por los barrios de la ciudad después de las cinco de la tarde, la de aquellos niños hambrientos de juegos que salían de sus casas con el trozo de pan y la onza de chocolate en la mano, y la pelota debajo del brazo. Muchos nos llevábamos la merienda porque sin ella no nos dejaban salir, pero acabábamos olvidándola en un tranco o junto a la piedras que colocábamos haciendo las porterías.
Corríamos mientras le dábamos bocados al pan y masticábamos el polvo de la tierra mezclado con mantequilla o con aquellas lonchas de chorizo Revilla que se pusieron de moda en los anuncios de la televisión. Dejábamos la cartera, colgábamos en la percha nuestro disfraz de colegiales y nos enfundábamos la indumentaria que más nos gustaba entonces, la de niños callejeros dispuestos a bebernos todas las emociones de un trago. Porque todas las emociones estaban allí fuera, esperándonos.
En la calle nos encontrábamos con los amigos de verdad, con aquellos que habíamos elegido nosotros, tan distintos de los que nos encontrábamos en la escuela; en la calle no había ningún maestro que nos frenara y podíamos jugar al fútbol o al escondite, o a tirar piedras a los árboles del parque o a disfrutar del placer de fumarnos un cigarro a escondidas tragándonos el humo y diciendo aquella frase de “el hombre que sabe fumar echa el humo después de hablar.
Allí fuera no había límites y las normas las poníamos nosotros, aunque de vez en cuando aparecían los municipales con las motos para quitarnos la pelota o al menos para intentarlo, lo que también suponía una gran aventura para nuestros espíritus intrépidos.
Salíamos a la calle limpios, oliendo todavía a goma de borrar y a lápiz, tal y como habíamos regresado de la escuela, y unas horas después, volvíamos a casa con las manos negras, con las caras llenas de churretes, con los faldones fuera y con las rodillas magulladas, convertidos en auténticos ‘cehomos’, como nos llamaban nuestras madres. Y aunque no sabíamos lo que era un eccehomo, que era el término correcto, ya nos imaginábamos que tenía que ser algo muy grave, porque acabábamos castigados, al menos durante aquella noche, y con la promesa, que nunca se cumplía, de que no volveríamos a pisar la calle.
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