Para hacer realidad el nuevo estadio dedicado a la Falange se partió de un proyecto elaborado por el arquitecto Antonio Góngora Galera. En su diseño inicial, que nunca llegó a ejecutarse por completo, se contemplaba la construcción de un gran recinto donde además de un campo de fútbol se incluía una moderna piscina de competición y un complejo de pistas para jugar al tenis, una zona de baloncesto y balonmano y un frontón. Pero una cosa era el proyecto, la fuerza de la ficción, y otra la realidad que estaba marcada por las fuertes restricciones de la época y que obligó a dejar el plan inicial del nuevo estadio en lo básico: un terreno de juego para jugar al fútbol y unas humildes pistas de tierra para las carreras de atletismo.
En abril de 1946 se celebró la inauguración oficial con solo una grada construida, la de Preferencia, mientras que la General era una montaña de tierra. El estadio de la Falange se abrió sin estar terminado, de forma provisional y se inauguró sin grandes celebraciones, con un partido ante el Atlético Aviación de Madrid que levantó tanta expectación que las autoridades locales consiguieron que el tren frutero, que salía a las diez de la noche de Almería y pasaba por los pueblos, llevara dos vagones de pasajeros para desplazar a los aficionados que vinieran al partido.
El terreno de juego se plantó con una hierba caótica y abrumadora, pero por culpa del clima, del agua con demasiada cal con la que se regaba y por la dejadez habitual, se fue quedando pelado temporada tras temporada, por lo que la imagen que nos quedó a la mayoría del viejo estadio fue la de un campo de tierra oscura sembrado de agujeros. De la hierba de los primeros años sólo conocimos lo que nos contaron nuestros antecesores.
La vida del estadio de Ciudad Jardín estuvo marcada, desde su nacimiento, por la austeridad, que en muchos detalles rozaba la pobreza. Todo en aquel recinto estaba impregnado del óxido de la época. Todo tenía una antigüedad primitiva, de viejos rituales que no cambiaron jamás. Ir allí era un regreso a los primeros tiempos del fútbol, cuando este deporte tenía intactos sus códigos tribales y las costumbres que han ido desapareciendo con la modernidad.
El estadio de la Falange se quedó anticuado a los pocos años de su construcción y desde entonces mantuvo sus estructuras de otro siglo sin más renovación que las torretas de la luz que se levantaron en los años sesenta. Estas torres, que entonces supusieron un notable adelanto que permitía jugar partidos por la noche, fueron también un problema para los directivos, porque se convirtieron en el lugar perfecto para acceder al estadio sin pagar. El estadio nunca reunió condiciones para grandes eventos, por lo que cuando había algún partido extraordinario, como la tarde que vino el Real Oviedo en Copa, o en la promoción ante el Córdoba, en el año 1974, fue preciso instalar gradas supletorias en los fondos.
También formaba parte de la personalidad del viejo estadio el único váter público, que siempre estaba sucio, y el túnel de acceso a los vestuarios, donde olía a linimento del ‘Tío del bigote’, que era el perfume de los futbolistas de la época. La megafonía también era característica. Funcionaba con altavoces colocados en las dos gradas, y como el sonido no llegaba al mismo tiempo, las alineaciones siempre sonaban con eco, como si cada jugador se alineara por dos veces.
De la misma forma se escuchaba la música de ambiente, formada por un escaso repertorio de marchas militares que preparaban el espíritu de jugadores y aficionados. De vez en cuando, en mitad de un partido, la voz del animador aparecía por los altavoces para anunciar que un comercio ofrecía un jamón o un aparato de radio al jugador del Almería que consiguiera el primer gol.
En la parte de atrás del recinto, casi pegado a los muros de la grada de General, estaba el Colegio Menor de Juventudes 'Alejandro Salazar', que también formó parte de la vida del Estadio de la Falange. Desde sus ventanas los niños que formaban parte del centro podían disfrutar del fútbol completamente gratis y con la comodidad que le daba la altura. El Colegio Menor empezó a construirse en 1959 y se inauguró en 1962. Se levantó como internado masculino para acoger a los jóvenes que venían de distintos puntos de la provincia a estudiar Bachillerato, Magisterio o Comercio.
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