El Marrajo era uno de esos vendedores antiguos de nieve, con sombrero de paja y alpargatas, que aparecía por la ciudad con los calores. Los mayores de ahora, como Paquito Navarro, no llegaron a verlo en acción pero recuerdan la descripción que de este castizo les hicieron sus progenitores: portaba el ambulante un cubo de madera en cada mano y una pequeña romana para pesar e iba voceando desde la calle Real hasta el Convento de las Clara su fresca mercancía.
Era nieve de la Sierra de Gádor lo que llevaba, resguardada entre paja y lastrones como el mismo oro del Perú, e igual se detenía ante el Café Suizo para ofrecer el género, que tocaba el picaporte de casas principales: “señora, que está aquí el nevero” gritaban las domésticas a las patronas, quienes sacaban un real del monedero a cambio de media libra de ese hielo que era mano de santo para las calenturas de la época y para hacer bebidas frías como el agua de limón o la aloja. No era esa, en esos tiempos del señor Marrajo, una Almería de frigoríficos y neveras industriales, no. Era un poblachón sureño cauterizado por el sol africano en el que el hielo era un artículo de lujo, como hoy puede ser una ración de beluga.
La nieve durante siglos para enfriar alimentos y bebidas durante el verano y para uso terapéutico la traían en borricos los neveros de las sierras y montañas de Gádor y Los Filabres. En los siglo XVII y XVIII, el concejo de Almería tenía designados a abastecedores de nieve como Miguel de Morales, Cayetano de Acuña o Luis Sánchez quienes se proveían de pozos y ventisqueros que se habían ido abriendo por la zona de Enix y Felix, donde estaba la Casa de la Nieve, cuya estructura aún se conserva.
Los pozos se iban acopiando en invierno con nieve apisonada y cubierta de paja para su conservación. Allí, en esos parajes de La Chanata, El Calabrial o Los Pelados, se amparaban los trabajadores y porteadores y desde allí salían de noche con la luz de la luna camino de la ciudad, con el vientre de los serones de esparto repletos de hielo.
También hubo pozos de nieve en Padules, Fondón y Serón y cuando los inviernos no habían sido suficientemente fríos había que llegar a arrancarla hasta el Corral del Veleta, en Sierra Nevada, para que sanos y enfermos urcitanos dispusieran de hielo cada jornada canicular.
Hubo un tiempo en el que desde Almería se llegó a embarcar esa cotizada nieve con destino a Orán y otras posesiones africanas gracias al alto grado de perfección que se había alcanzado en las técnicas de almacenamiento y transporte.
Durante años, la nieve fue una necesidad, no un capricho, para aplacar las fiebres tercianas con paños helados sobre la frente y el Hospital Provincial fue uno de sus principales consumidores.
Muchas casas tenían fresqueras -antesala del frigorífico- que eran compartimentos de madera forrados de corcho donde las familias depositaban los trozos de hielo que habían comprado al tío del carro que aparecía cada día -como el panadero o el recovero- con sus barras envueltas en sacos.
Con el tiempo, antes del hielo industrial, se fueron popularizando los helados, la horchata, el marrasquino y los sorbetes, en los cafés del Paseo como el Lion D’or o el Colón que rivalizaban por ofrecer las bebidas más refrescantes. Todo ese tiempo de pozos en la montañas y de neveros ambulantes que entraban en la ciudad por el fielato del Puerto, se fue eclipsando con la aparición de las fábricas de hielo movidas por vapor.
La primera de Almería fue la que abrió en 1878 el industrial Ignacio Pardo Rodríguez en la que fue casa del Marqués de Torrealta, en la Plaza Careaga que llegó a producir seis quintales diarios. Después, en 1882, abrió La Siberia, de los Gil, en Alvarez de Castro, y La almeriense, una fábrica de Francisco Bustos Orozco ubicada desde 1904 en la calle López Falcón, en Pescadería, para atender a la marinería del boliche, la traíña y el palangre.
Se desató entonces toda una fiebre de producción de hielo industrial en Almería y abrió también la fábrica Al fin Libres, del notario Pascual Lacal, en la Carretera de Málaga, en 1926, con sucursal en el Bulevard del Príncipe, que presumía de hacer el hielo con agua potable. Angel Pastor Giménez sumó la elaboración de hielo a su actividad maderera desde 1913, en la calle Juan Lirola, que continuó su viuda Araceli Roda y sus hijos hasta los años 50. También tuvieron fábrica en la calle Séneca Andrés Aparicio y en la calle Real, Carmelo Briñón.
Tras la Guerra, el hielo pasó a ser asunto del Pósito de Pescadores que inauguró su primera instalación en la calle Cordoneros, en 1946, y posteriormente, en 1970, la trasladó al Puerto, donde generaciones de niños acudían de la mano de sus padres -como Aureliano de José Arcadio- aquellas mañanas remotas a por esas benditas barras de hielo que partidas y picadas refrescarían las cervezas y las cocacolas de la excursión dominguera.
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