Los viajes que cambiaban una vida

Fueron y son los viaje de estudios esa primera ruptura con el claustro materno para generaciones de almerienses, eran el rito iniciático de salir por primera vez al concluir la vieja

Alumnas  y profesoras de la Escuela de Magisterio de Almería ( promoción 1957-1960) en el viaje de estudios de fin de carrera que realizaron por vari
Alumnas y profesoras de la Escuela de Magisterio de Almería ( promoción 1957-1960) en el viaje de estudios de fin de carrera que realizaron por vari
Manuel León
01:00 • 28 may. 2017

Durante todo el curso habíamos pasado esa vergüenza infantil de ir vendiendo papeletas por las calles para la rifa de una cesta de Navidad; o haciendo el compromiso a nuestros padres benditos de que colocaran entre sus amigos de la partida una participación de lotería; o tocando las puertas de nuestros vecinos para venderles un ambientador pino para el coche, como escolares reconvertidos en comerciales de Avón o del Círculo de Lectores.




Toda esa tierna timidez de la pubertad, sin embargo, desaparecía cuando el profesor enrollado nos informaba en la clase de cómo la cuenta corriente iba ganando ceros y con los ojos abiertos como platos en el pupitre ya soñábamos con esos días en Lloret de Mar  o en Mallorca.




Fueron los viajes de estudios esa primera ruptura con el claustro materno para tantas generaciones de escolares almerienses, cuando nuestras vidas familiares eran mucho más prosaicas que ahora y para muchos la aventura de viajar no pasaba de ir a pasar un día a la playa de Garrucha, a la de Balerma o al campillo del Alquián.




Por eso, el viaje de estudios en esos años de la vieja EGB  se nutría del material de los sueños, del rito iniciático de salir por primera vez a la Costa Brava, al Escorial, a Granada o a la Sierra de Cazorla.




Han ido corriendo los viajes de estudio paralelos a los viajes de luna de miel: nuestro abuelos no pasaban de ir a Cartagena o a Málaga, nuestros padres a Madrid o a Barcelona y las generaciones actuales al Mar de Ulises o a las Maldivas; o a las celebraciones de bautizos o comuniones, que empezaron por una mesa en el hogar con avellanas y patatas Risi y han terminado por tomar al asalto los  salones de los hoteles.




Por eso, esa escasez de todo con la que convivíamos- y convivieron aún más nuestros mayores- tenía la ventaja ardiente de la intensidad. Y la noche antes del viaje apenas pegábamos ojo en la cama de la habitación compartida con nuestros hermanos, con el equipaje hecho desde hacía una semana en el armario, con nuestras madres revisando mudas y metiendo en la mochila una estampita de la Virgen del Carmen.




Llegaba junio y se disparaba la adrenalina juvenil, porque era ese tremebundo sexto mes del año como el desenlace de todo el relato del curso: cuando llegaban de golpe los exámenes finales, las notas, el viaje de estudios y después, claro, las separaciones y cada uno por su camino. Pero antes estaba esa mañana formidable en la que nos habíamos levantado temprano, con un nudo en el estómago, con todo preparado: el cepillo de dientes, las blusas bien dobladas, el walkman con las cintas de cassette y el paquete de cigarrillos escondido en el calcetín.




Y cuando llegaba el chófer  e íbamos ocupando los asientos del autobús, el pulso se aceleraba y olvidábamos los sinsabores, como aquel desfile de moda con el que perdimos dinero en Baroque o aquella fiesta en el patio del Celia Viñas que terminó con litronas por los aires.


Todo eso se difuminaba cuando arrancaba el motor y sonaba la pletina, cuando nuestros padres agitaban la mano desde el andén voceando consejos y cuando el cristal se cubría de vaho con nuestra respiración y la excursión daba rienda suelta.


Además de esos inocentes viajes de la EGB, fueron medrando los del Bachillerato, en 3º de BUP o en COU y también los universitarios del paso del ecuador o los de fin de carrera. Conforme avanzaba el siglo XX había también viajes de seminaristas y de monaguillos a las playas de Terreros o a Laujar  a ver el río. Y los de la OJE y los Flechas Navales al Campamento San Fernando de Garrucha o al de Abrucena y los de las Juventudes Vicencianas a Benagalbón. Todos llevamos dentro de nuestra biografía un viaje de estudios, que podía cambiarte la vida, iniciar un noviazgo, como le ocurrió al pediatra Juan López y a la oculista Angeles Carretero en el viaje de fin de carrera.


Los centros académicos almerienses fueron poco a poco incorporando esa usanza de los viajes de estudios. A ello colaboró la  señorita Celia, que empezó por llevarse de excursión a alumnos como Tadea Fuentes, Juan del Aguila, Gabriel Espinar, Manuel García Ferre, Miguel Sáez o Antonio López Cuadra a las huertas de naranjos de Antas o al teatro Aquelarre de Mojácar, en esos días de esplendor en la hierba.


Había un estudiante almeriense del Instituto, Agustín Melero, que en el año 1935 dejó crónicas deliciosas en los periódicos de la época con el diario que iba escribiendo, como Edmundo de Amicis, del viaje de estudios por Andalucía: los campos de Baeza cubiertos de margaritas desde la ventanilla del tren, las dehesas de toros bravos a lo lejos, las fuentes cristalinas del Generalife.


Los alumnos almerienses de Historia de la Universidad de Granada en los años 70 solían hacer desfiles de moda en el Club Hípico para sacar dinero. También realizaba viajes la Escuela de Comercio, la Escuela de Artes y Oficios, las promociones de la Escuela Normal de Magisterio, con viajes separados para muchachos y muchachas en los años 50. En el Instituto de Vera solían ir a Murcia, el de Vélez Rubio, con los profesores Julio Garulo y Ambrosio Vita, al Albaicín granadino, y el de Cuevas, con Bernardo Suau y Simón Fuentes, al Monasterio de la Cartuja.


Amarillean muchas décadas después todos esos rostros juveniles de entonces en fotos guardadas en cajas de latón; muchachos y muchachas almerienses que sonríen plenos -porque no hay mayor felicidad que la que es compartida- junto a las fauces de los leones de la Alhambra, golpeados por el flash en las cuevas de Nerja o levantando a la par jarras de cerveza en un bar de la Plaza Mayor de Madrid.


Fue quizá para muchos-cuando no se viajaba tanto- la primera vez que durmieron en una almohada que no era la de su casa, tras escuchar música  y fumar porros juntos en una de las habitaciones del hotel, la primera vez que montaron en camello en La Orotava o la primera vez que tuvieron que improvisar comportamientos fuera de su zona de confort.


Nada une ni unirá nunca más que un viaje de estudios y siempre estará en la vitrina principal de nuestros recuerdos, porque no conoces a una persona hasta que no viajas con ella, como queda patente en esas cenas de reencuentro tan en boga de antiguos alumnos -con más dioptrías y colesterol- en las que nos seguimos sorprendiendo de cómo recitamos aún de memoria los apellidos de los compañeros, como cuando el profesor pasaba lista y nosotros respondíamos ¡presente!



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