La calle de Rueda López era, como casi todas las afluentes del Paseo, una calle de prestigio comercial habitada por negocios de solera y por familias de la alta sociedad local. Fue en los años sesenta cuando el lugar se consolidó como una de las vías principales y como un escenario de gran vitalidad empresarial. Tenía la vida que le regalaba la cercanía con el Paseo y el ser lugar de paso hacia el instituto Celia Viñas y hacia el cine Reyes Católicos, que desde que abrió sus puertas en 1961 puso de moda la zona los fines de semana. En esos años llegaron a la calle firmas de gran transcendencia, entre las que estaba el concesionario de Modesto García Ortega, que vendía las motos Vespa a quince mil pesetas, además de ser el concesionario oficial de la marca Seat en un tiempo donde tener un coche era el sueño de la mayoría de las familias almerienses de clase media.
Al entrar a la calle desde el Paseo, en la acera izquierda, aparecía un bar que marcó una época en la ciudad, el Pasaje de Luis León, que empezó su andadura en plena posguerra, allá por el año 1946. Fue un lugar de referencia para los hombres de aquel tiempo, donde se escuchaban los partidos de fútbol por la radio, donde se conocían los marcadores y la quiniela de la jornada de los domingos antes que en ningún otro establecimiento. El local que dejó vació este establecimiento tras su cierre, fue ocupado en 1972 por otro negocio histórico de la ciudad, el Parrilla Pasaje de Juan Sánchez Pérez. Se puede decir que el Pasaje fue un establecimiento a medio camino entre la cafetería tradicional, el bar y los pubes para jóvenes que estaban aún por llegar. Por las mañanas era un lugar de desayunos, donde la gente se tomaba un café con leche y un bollo con mantequilla por quince pesetas. Al mediodía se transformaba en un bar de tapeo en el que el aperitivo estrella fue el famoso Sherigan que admitía productos tan diversos como el atún, el jamón de york o la morcilla. Juan Sánchez asegura que esta tapa la inventó un señor que se llamaba Juan González. “Era un hombre muy simpático que siempre nos andaba diciendo a los camareros que se iba a poner un clavo en la puntera de la bota para darnos en el culo y que fuéramos más ligeros. Por ese motivo le llamábamos el “sheri” o sea, el sheriff en puro almeriense). Cuando hubo que bautizar a la nueva tapa le llamaron “sherigan”.
Por las tardes el Pasaje seguía su transformación diaria. Era la hora de los jóvenes, en una época, primeros años setenta, en la que el establecimiento se convirtió en un centro de referencia para un par de generaciones de almerienses que lo escogieron no sólo como bar de confianza, sino como punto de encuentro y lugar de reunión. Los adolescentes quedaban en el Parrilla Pasaje y muchos se quedaban allí toda la tarde hasta que se cerraba a altas horas de la noche.
Los fines de semana las aglomeraciones de jóvenes eran constantes y a veces taponaban toda la calle Rueda López haciendo imposible el tránsito de los coches. En Navidad, en Semana Santa y en los meses de verano, cuando los estudiantes que estaban en Granada regresaban a Almería, había que guardar cola para poder tomarse una cerveza y encontrar un asiento libre en el interior era una aventura.
En la esquina de Rueda López con Marqués de Comillas estaban las oficinas centrales de Hidroeléctrica del Chorro, donde había que contratar el servicio de la luz y donde casi todos los días se formaban colas delante de la ventanilla de reclamaciones en un tiempo en el que los cortes y las averías eran el pan nuestro de cada día.
En esa misma acera, siguiendo hacia el Paseo, aparecía otra oficina que marcó época, la del gas butano. El encargado del servicio era don Francisco Romero Romero y allí acudían los almerienses que a partir de 1960 empezaron a suscribirse al nuevo combustible que trajo una verdadera revolución a la mayoría de los hogares. En una época donde en las casas se cocinaba todavía como en los días de la posguerra, con rudimentarias cocinas de carbón y con los hornillos que funcionaban a base de petróleo, el butano significó un salto rotundo hacia la modernidad. Una estampa típica de la Almería de los primeros años sesenta, antes de que el gas butano se generalizara, era la de los niños que iban con las garrafas a que el tendero del barrio se las llenara de petróleo. Allí se vendieron las primeras cocinas de gas butano que no tardaron en extenderse por todos los barrios de la ciudad, llegando hasta los rincones más humildes.
El establecimiento del gas butano se llamaba Oremor y estaba especializado además en lavaplatos, freidoras y cocinas, y era el concesionario de los congeladores y frigoríficos Brawn. Allí fue donde llegaron los primeros aparatos de aire acondicionado de la marca Crolls que se vieron en Almería.
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