Retrataba igual a caballeros con levita y descomunales patillas, que posaban durante varios minutos para la posteridad mirando al infinito, que a señoras burguesas con aquellos vestidos siniestros del XIX cuajados de raso y organdí, que se insertaban en tarjetas de visita con grabados al dorso de las ruinas de Pompeya o del carnaval veneciano.
Desconocida hasta la saciedad, ignorada hasta el sonrojo, la almeriense Amalia López Cabrera fue desde 1860 la primera fotógrafa española con estudio profesional propio en la calle Obispo Arquellada de Jaén, antes de que existiera siquiera una sola fotografía conocida de la Almería en la que nació.
Fue la mujer pionera de la fotografía en España por antonomasia, a tenor del año en que se inició -1859- a través de su mentor el misterioso Conde de Lipa, sin contar a la archiconocida Anäis Napoleón, que nunca contó con estudio propio sino que actuó como ayudante de su marido, el fotógrafo Antonio Fernández, en Barcelona. La historia de Amalia, esta olvidada precursora del daguerrotipo, comenzó en Almería, la ciudad donde nació en 1836.
Era hija de Antonio López Gibaja, un comerciante avecindado en la calle Posada junto a su esposa, tres hijos y dos criadas, según el Padrón general de vecinos y almas de la ciudad, de 1837. Allí, en esa confluencia cercana a la calle Real y al Malecón, creció Amalia, junto al recién creado Liceo, de Francisco Javier de León Bendicho.
Almería era aún una ciudad conventual, amurallada y porticada, la capital de la recién creada provincia independizada de Granada por obra y gracia de Javier de Burgos. Era entonces el entorno de su casa una zona frecuentada por marineros, portuarios y cosarios, donde medraban tabernas, bodegas y fondas, como la Pensión de los Vapores de la calle Emir (hoy Braulio Moreno), donde durante unos meses de 1854 se alojó el ingeniero y literario José Echegaray.
Con poco más de veinte años, Amalia conoció a Francisco López Vizcaino, un viudo y atribulado impresor jiennense con el que convino casarse en 1858 marchando a vivir a esa tierra de anchos olivares. Él ya tenía tres hijos mayores y ella, sin demasiadas ataduras domésticas, necesitaba una afición para distraerse en esa ciudad aún extraña para ella a la que no llegaba el yodo marino almeriense sino el sopor penibético.
Cuando oyó hablar de un conde que había llegado a Jaén, que enseñaba magia como un zíngaro con una cámara oscura, no lo dudo y se plantó en su buhardilla. Amalia había leído acerca de ese nuevo invento del daguerrotipo que estaba haciendo furor en Francia y se convirtió en la primera discípula del Conde de Lipa, un antiguo capitán del ejército polaco exiliado en Francia.
Luis Tarszenski, que así se llamaba, se había convertido años atrás en amigo personal de Louis Daguerre, quien le introdujo en las artes misteriosas de la fotoquímica y en los secretos de los posados. Tras producir una serie de daguerrotipos sobre obras del Museo del Louvre, el rey galo Luis Felipe le otorgó el título nobiliario con el que se dio a conocer en la Península.
Recorría el conde España como aquellos fotógrafos románticos, como Laurent o Clifford, atraídos por el exotismos de sus tipos humanos como antesala pintoresca del mundo oriental. La alumna almeriense se entusiasmo con el secreto de las placas, la rebeldía de los baños de plata y la desesperante lentitud de las exposiciones. Hasta que dominado el arte, a Amalia no le costó demasiado convencer a su marido para montar su propio estudio, el primer bufete fotográfico profesional que abría una mujer en España en el remoto año de 1860, cuando aún la fotografía -ese arte del demonio entonces- aún no había traspasado los umbrales del Cañarete.
Cuando Amalia sacaba retratos a niños jiennenses vestidos como adultos, con cigarro en los labios y sombrero en la mano, y ancianos de cuerpo presente, en esas imágenes postmorten como las que aparecen en la película Los Otros, Almería, su ciudad natal, aún no tenía fotógrafo en su vecindario y aún faltaban dos años para que Clifford tomara la primera imagen estereoscópica que se conoce de la ciudad y la del kiosco del esparto, coincidiendo con el viaje de Isabel II.
Cuando Laurent o Rodrigo o García Ayola aparecieron por Almería, la jovencita Amalia ya llevaba años fotografiando la catedral de Jaén o a su propio maestro con su familia, firmando las fotos como Amalia L. de López. En el barrio jiennense de la Merced, junto al taller tipográfico de su marido, ejerció Amalia su oficio. En El Anunciador, un periódico local de Jaén, se publicitaba el Gabinete Fotográfico de la almeriense: “Amalia L. de López: retratos, grupos, vistas, en todos los tamaños, se sacan fotografías aún en días nublados, tiempo de exposición casi instantáneo, no se entregan si no satisfacen a los clientes”.
Colaboró también con su maestro, el legendario conde polaco, que era Fotógrafo de Cámara de la Reina, en varios trabajos que llevan su firma, como el inicio de las obras de la Biblioteca Nacional en el Paseo de Recoletos de Madrid.
Amalia no se conformaba solo con esa labor de fotógrafa provinciana y añoraba poder recorrer el mundo a lomos de caballería emulando a los retratistas ingleses y franceses, documentando tipos humanos y obras de ingeniería. Prueba de esa pasión por su oficio fue su participación en el Concurso Nacional de Fotografía de 1868, celebrado en Zaragoza, en el que obtuvo una mención honorífica.
Pero lejos de progresar como fotógrafa, Amalia debió marchar en 1869 con su marido a Madrid, quien acababa de ganar la concesión del Gobierno para imprimir La Gaceta Agrícola. Los emolumentos del matrimonio prosperaron, se afincaron en la burguesa Plaza de los Ministerios y Francisco se dedicó a reeditar obras de clásicos, afiliándose al Círculo conservador de Cánovas del Castillo.
Allí en la villa y corte se pierde la pista como fotógrafa de Amalia, la aventajada almeriense, ahogado su arte- como el de tantas féminas- en las prioridades de su marido. Ya nunca más consta que volviese a disparar una cámara o a positivar en papel albúmina, ni siquiera que volviera a recorrer aquellas calles de su infancia refrescadas por el viento salobre del Poniente.
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