Hay actores que lo primero que hacen cuando se abre el telón y salen a escena es comprobar que en el mejor asiento de la primera fila está sentado Manuel José Carmona. Hay actores que lo buscan entre las tinieblas del patio de butacas. Su presencia les da seguridad y los gestos de su cara se convierten por momentos en el mejor termómetro para medir cómo va la actuación. Este almeriense de 67 años es el inquilino de la primera fila de los teatros de Madrid. Es tan conocido como los propios actores, y los porteros y los jefes de sala lo tratan como si fuera el dueño del recinto.
Esta temporada acaba de cumplir cincuenta años dedicado al teatro. No es un aficionado más, él forma parte de la tramoya, de los camerinos, de la grada y del escenario. Se ha llegado a convertir en talismán para muchos actores y en un crítico permanente al que acuden los grandes cuando quieren saber de verdad cómo han estado esa noche.
Me cuenta que siempre tuvo alma de espectador, desde que siendo niño se pasaba las horas enteras mirando la vida desde el balcón de su casa, en la calle de la Encantada. Mientras los otros niños jugaban, se ensuciaban las manos y se herían las rodillas callejeando, él tenía que conformarse con mirar. Era el precio que en aquel tiempo tenían que pagar muchos niños de familias acomodadas que no tenían el privilegio de malgastar el tiempo jugando como gatos en la tierra. Su padre era Isidro Carmona, un importante funcionario de Hacienda y su abuelo, Manuel Arcos, propietario de la franquicia de las máquinas de coser Singer que durante décadas presidió la mejor acera de la Puerta de Purchena.
Manuel era un niño inquieto con una fantasía inagotable que siempre estaba asomado al balcón. Desde allí tenía unas vistas privilegiadas: dominaba la puerta principal del Hotel la Perla y ese sendero de vida inagotable que iba desde la Puerta de Purchena a la Plaza del Carmen. Desde el balcón se fugaba con la mirada detrás del hombre de la alfalfa que pasaba con el carro vendiendo el alimento para los conejos o se perdía por la cuesta del Santo con las bandadas de niños que frecuentan aquellos cerros.
“Conservo una imagen intacta de las tardes en las que iba a ver las marionetas que entonces actuaban en la Plaza de San Pedro. Me entusiasmaba aquel teatro de títeres y luego, cuando volvía a mi casa, jugaba a montar mi propio decorado con mis propios muñecos”, recuerda.
Empezó a ser espectador asomado al balcón viendo su calle; continuó en las sesiones de marionetas y confirmó su vocación cuando de la mano de su abuelo iba al kiosco de la música a ver tocar a la Banda Municipal y luego al teatro Cervantes a disfrutar de las zarzuelas. “Mi abuelo me provocó la afición al teatro. Tenía un abono y no nos perdíamos ni una sola función”, asegura.
En sus años de estudio en Magisterio esa afición se consolidó de la mano de una profesora que fue clave en su vida, doña Carmen Marín, una institución en Literatura y una apasionada del teatro. Ella le proporcionó el trampolín necesario para dar el salto y convertirse en un espectador de verdad, en el inquilino de la primera fila. Tenía 17 años cuando una noche del invierno de 1967 se subió en el tren de Madrid para ver su primera función en la capital de España. “Se estrenaba la obra ‘Una chica en mi sopa’, con Concha Velasco y Guillermo Marín. Me quedé impresionado de verdad. Esa noche entendí que el teatro hay que vivirlo en directo, y que aquellos capítulos de Estudio 1 que veíamos por la tele no tenían nada que ver con la impresión que te deja una obra vivida frente al escenario”.
Desde esa primera vez entendió que allí estaba su destino. Quería ser espectador de por vida y desde entonces programó su tiempo libre para poder ir a Madrid los fines de semana y seguir viendo estrenos. Allí se encontró con los grandes: Rodero, Bódalo, Dicenta, Prendes, López Vázquez, y con las divas de aquel tiempo como Amparo Rivelles, Mari Carrillo, Aurora Redondo o María Luisa Ponte. Ha conocido a varias generaciones de artistas y ha llegado a hacer amistad con muchos de ellos, que ya lo tratan como si fuera un hermano. “No me he perdido ninguno de los estrenos en Madrid en los últimos 50 años”, subraya.
En 2010 decidió jubilarse de forma prematura para dedicarse a su vocación. Su currículum habla de más de cien funciones por temporada aferrado siempre a su primera fila. Reconoce que se ha gastado una fortuna viendo teatro y que en el fondo de su alma tiene la espina clavada de no haber sido actor, aunque no se arrepiente porque “es una profesión angustiosa que no tiene más recompensa que el aplauso del público”.
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