Antes de que en su alma mestiza anidara La Chanca o recorriera con sus pies, aún juveniles, el desierto de arcilla de Níjar; antes de que sus ojos verdes se fascinaran con la paramera de Chamberí o con la ropa humilde secándose sobre las piedras del Cobarrón, existieron otros pueblos del Levante almeriense y existió el auriga que condujo al escritor hasta esta seca provincia que tanto quiso, hasta el pasado domingo que se le cerraron los ojos.
Se llamaba Angel Zamora y era un emigrante de Garrucha, electricista por más señas y residente en la ciudad de la Luz. Allí coincidieron, en ese París trufado de españoles de izquierdas, a mediados de los 50, el prometedor escritor catalán autoexiliado y el jornalero almeriense. Se cayeron bien cuando se conocieron en alguna de esas noches entre paisanos -contaba su hermana Mariquita la de la Posada- y fueron confraternizando frente a algún que otro vaso de tinto, en aquellos bistrot del Barrio Latino.
A Juan le caía en gracia -como siempre ocurrió- el acento cantarín almeriense de Angel, su rica oralidad contando los usos y costumbres de su tierra. Le habló en esas tardes parisinas -cuando Goytisolo abandonaba la oficina editorial de Gallimard- de las mujeres tapadas de Mojácar, de cuando los pescadores de Garrucha vieron en el horizonte el fuego de San Telmo, de la hipnosis que hacía el tío Andrés para curar la ictericia.
Pero pasó el tiempo y al escritor apátrida, que no quería saber nada de España, se le fue olvidando todo eso, toda esa madeja de relatos que le contaba aquel simpático levantino junto al rumor sordo del Sena.
Se fueron apagando los ecos de esos encuentros, hasta que Goytisolo fue reclamado en 1956 para cumplir con la Mili como sargento en Mataró. Y allí, en el campamento, oyendo hablar con tosquedad a los soldados oriundos de Almería, volvió a emocionarse con ese acento almeriense como el de aquel emigrante garruchero que lo invitaba a visitar su pueblo donde su familia regentaba una fonda. Antes que por el paisaje desnudo de Almería, Goytisolo se dejó hipnotizar por su fonética, por el timbre de sus lugareños -como reconoce en Los Reinos de Taifas- con el que quedaba extasiado.
Nacieron entonces en él unas ganas irresistibles por conocer Almería. Y junto a Monique Lange, su compañera parisina, partió rumbo a Garrucha a finales del verano de 1956 a conocer a la familia de su correligionario Angel. Se alojaron en la Pensión Zamora, la misma en la que en 1934 se hospedó su admirado Luis Cernuda cuando participó en aquellas Misiones Pedagógicas de la República.
En ese viaje iniciático, Goytisolo, que ya había sido precozmente finalista del Premio Nadal, se detiene en la vida cotidiana de los personajes de la pensión, confraterniza con Mariquita, la hija de la patrona Juana y hermana de Angel, participa en las tertulias que se formaban en el zaguán perfumado de galán de noche animado por el canto de los canarios desde sus jaulas.
En las largas madrugadas, en ese cuarto de la calle José Antonio junto al rumor de la fuente pública, compartiendo catre con Monique, cuando aún no había escenificado su auténtica sexualidad, Juan leía a Morín y a Barthres consumiendo cajetillas de Gitanes, y por la mañana se levantaba temprano para irse a pescar pulpos con el gitano Chichinana para después comer como un cosaco un plato de arroz con patatas.
Con Garrucha como centro epifánico, el escritor catalán y la editora gala, se dedicaron durante quince días a descubrir nuevos lugares: aunque no se haya apenas divulgado, la pareja anduvo por Albox, Purchena, Baza, bajando por Almuñécar y Adra, donde presenciaron el entierro de un niño. Tras conocer la capital, por el cruce de Benahadux enfilaron la N-340, a través de un paisaje lunar, dejando atrás Tabernas, Sorbas y Los Gallardos para pernoctar de nuevo en la Pensión Zamora.
Juan, el escritor rebelde e insobornable, volvió a París, a contar el descubrimiento de Almería, la alucinación que había representado para él esa tierra auténtica que no tenía Giralda ni Alhambra, que no necesitaba de afeites.
Y nada más volver, ya estaba planeando el siguiente viaje a Almería. Y así se lo contó a gente como Margarite Duras, al periodista Haro Tecglen y a almerienses como Tuñón de Lara y el librero Antonio Soriano.
En esas fechas conoció al cónsul de España, Enrique Llovet, al vicecónsul Rafael Lorente y a la hispanista Dominique Aubier, a los que habló con tal pasión de Almería que los tres se convirtieron, unos años después, en legendarios impulsores de Mojácar y Carboneras.
Volvieron, como se prometieron, Juan y Monique un año más tarde a Almería, de nuevo a la pensión de Mariquita, recorriendo, esta vez con un Renault-4, Huércal-Overa, Cuevas, Palomares y Villaricos, cada vez más impresionados por la miseria y el abandono de los parajes.
Y volvió el escritor, de nuevo, en 1958 y 1959 a explorar a pie, en camión y en autocar de Bernardo el Campo de Níjar, de donde salió un libro, y a bucear en las cuevas de La Chanca, buscando a Antonio el Cartagenero, de donde salió un volumen mellizo, prohibidos ambos durante años por otro almeriense de adopción emparentado con Fiñana, llamado Juan Aparicio López.
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