Las piedras originales, las lápidas con las inscripciones que recordaban a los mártires de la libertad ejecutados en agosto de 1824, formaron durante décadas parte del inventario de escombros de la ciudad.
Las viejas inscripciones recordaban la historia del monumento desde que empezó a gestarse en el año 1868, hasta que en 1900 fue levantado en una nueva ubicación. Nos recordaban cuando se empezaron las obras y el momento en el que el obelisco se trasladó desde su lugar original, en la Puerta de Purchena, hasta la Plaza Vieja.
El abandono de las lápidas iba muy unido al olvido en el que fue cayendo el cenotafio con el transcurso de los años, cuando pasó de ser un lugar de referencia en el corazón de la ciudad a convertirse en un estorbo cuando las autoridades pensaron que había que “hermosear” y darle más anchura a la Puerta de Purchena. Desde ese momento el célebre pingurucho fue más una molestia que un monumento y para buscarle una solución se optó por el traslado.
En 1899 se iniciaron las obras para levantar el obelisco en la Plaza Vieja, pero los trabajos se llevaron con tanta parsimonia, con tanta desgana, que llegaron a eternizarse. En mayo de 1900, casi nueve meses después de que comenzara el traslado de las piedras, la prensa local denunciaba la dejadez de las autoridades: “Desde hace no sabemos cuánto tiempo, el cenotafio está sin terminar, siendo algo así como una prueba palpable del abandono del municipio para ciertas cosas”.
También se hacían eco los periódicos de aquel tiempo del trato indecoroso que habían recibido los restos de los mártires, que cuando se llevó a cabo el derribo del monumento de la Puerta de Purchena fueron depositados en “una miserable caja” y fueron guardados en la iglesia de San Sebastián. “La iglesia es una tumba cercana a las regiones celestes; el cenotafio, al aire libre, es un panteón abierto al respeto y a la admiración de todos”, contaban los cronistas que pedían el regreso de las cenizas de los mártires a su lugar de origen.
En junio de 1900 se reanudaron los trabajos para terminar el cenotafio en su nueva ubicación y el 24 de agosto de ese mismo año se celebró una procesión cívica para trasladar los restos de los Coloraos desde la iglesia de San Sebastián a la Plaza Vieja.
El nuevo recinto del obelisco no fue del agrado de un sector de la opinión pública por el deterioro moral de la plaza del Ayuntamiento y su entorno. “Escándalos sin nombre se producen en la Plaza de la Constitución. Ya no solo es la ‘Salve’, la ‘Teresona’ y otras señoras, sino que a la entrada por la calle de Marín se ha establecido una casa de lenocinio con el aspecto de taberna, que va en contra de un monumento pensado como lugar de recato y recogimiento”.
El monumento a los mártires de la libertad echó raíces en la Plaza Vieja y sobrevivió a los años de la Guerra Civil y a los bombardeos. Pero el nuevo régimen no tardó en considerarlo como un estorbo, como un trozo de piedra inútil que no representaba la historia de la ciudad. En marzo de 1941 apareció un artículo en el diario local Yugo que hacía presagiar que los días del obelisco estaban contados: “Frente al Ayuntamiento, en la Plaza Vieja, quedan en pie unos cuantos árboles y unos pobres jardines junto al horripilante obelisco que recuerda todavía a los mártires de la constitución”, denunciaba la prensa del Movimiento.
El cenotafio acabó convertido en un estercolero donde iban los niños a hacer sus necesidades con la complicidad de los jardines. Así permaneció hasta que en el invierno de 1943, unos meses antes de la visita de Franco a la ciudad, el Ayuntamiento encargó a la empresa Duarín su derribo y su posterior traslado. Los trabajos se prolongaron durante varias semanas y la obra le costó al municipio 13.286 pesetas.
Las piedras de los Coloraos, numeradas para que no se perdieran, fueron trasladadas en carros a la Plaza de Pavía, donde formaron parte del entorno durante una década, amontanadas entre los escombros formando una caótica muralla donde iban los niños a orinar. En enero de 1944 hubo un intento por parte de un concejal de recuperar el monumento. Se llegó a hacer hasta un informe sobre el precio de la reconstrucción del obelisco, que finalmente siguió en arrinconado en la Plaza de Pavía, hasta que la construcción del mercado público obligó a llevarse las piedras al puerto pesquero.
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