En 1980, cuando el joven Man Chuen llegó a Almería, muchos pensábamos que todos los chinos eran como Bruce Lee, el luchador que veíamos en las películas repartiendo patadas a diestro y siniestro. En mi barrio los más valientes hicieron un master en artes marciales dándose guantazos entre ellos y aprendiendo a utilizar aquellos palos con cadenas que formaban parte del equipaje y que llegaron a estar prohibidos.
No conocíamos otro chino que aquél héroe del cine y el que aparecía en las cajas del flan Mandarín, que tantos buenos ratos nos dio en las meriendas de nuestra infancia. Habíamos oído hablar a nuestros mayores del teatro chino que venía en la Feria y habíamos visto jugar a nuestros hermanos a los chinos delante de la barra de un bar, pero poco más sabíamos de ese país lejano que nos sonaba a película de la tarde de los sábados.
Casi todos conocíamos en nuestro barrio o en el colegio a algún niño de ojos rasgados que inmediatamente recibía su nueva nacionalización en forma de mote. Quién no tuvo un amigo que lo apodaran ‘el chino’. Pero casi ninguno habíamos visto un chino de verdad, en persona, hasta que apareció en Almería el joven Man Chuen dispuesto a comerse el mundo.
Venía de Torremolinos, donde había llegado en 1977 con la intención de hacerse un hueco en la cosmopolita población malagueña, pero tras dos años de aventura se cansó de trabajar sólo en los meses de verano y decidió cambiar de aires. Fue entonces cuando un buen amigo, periodista de profesión, le habló de Almería. Le dijo que era una ciudad desconocida en el gran contexto turístico, pero con muchas posibilidades de crecimiento y sobre todo, un lugar sin explotar donde la mayoría de sus habitantes no sabía lo que era un restaurante chino.
Cuando se conoció la noticia de que iban a abrir “un chino” en Almería la gente la comentaba como si se tratara de un hecho extraordinario. Muchos celebran el acontecimiento, y otros dudaban de que aquí pudiera triunfar un negocio tan exótico. Todavía, a comienzos de los años ochenta, éramos muchos los que creíamos que los chinos eran expertos cocinando la carne de gato y que nadie había podido penetrar jamás en la trastienda de la cocina de un restaurante chino, un lugar prohibido.
El uno de marzo de 1981, Man Chuen abrió por fin su establecimiento. Tras buscar por toda la ciudad un lugar apropiado, encontró un pequeño local en una de las calles laterales del edificio del Hotel la Perla. “En los primeros meses noté que los únicos que realmente sabían lo que se comía en un restaurante chino eran los jóvenes que estaban estudiando fuera y tenían experiencia”, recuerda Man Chuen.
También se acuerda de su primer cliente, un señor llamado Rafael Senés, que había sido cura en su juventud y que acudía en busca de una dieta vegetariana. “Yo puse de moda nada más llegar la comida cantonesa, una forma de cocinar más natural, respetando los sabores de los alimentos”, asegura.
El restaurante empezó a funcionar. No tenía competencia. Cuando alguien decía “vamos a comer a un chino” todo el mundo sabía de qué lugar se trataba. No había otro. Durante años reinó en solitario en la ciudad hasta ganarse la confianza del público. En 1986 decidió cambiar de escenario y buscar un local más amplio para hacer más negocio. Lo encontró en la avenida de Pablo Iglesias, que entonces conservaba todavía ese torrente de vida que le daba el cine Imperial.
Allí se consagró como el gran chino, como un lugar de referencia en la ciudad. Estuvo veintitrés años hasta que en 2013 se trasladó a la confluencia de la calle de Marín con la de Jovellanos, esa zona privilegiada que hoy se conoce como la milla de oro del tapeo almeriense. Antes tuvo que superar tiempos complicados y atravesar el desierto de la crisis económica que lo obligó a darle una orientación familiar al negocio.
Hoy, treinta y siete años después de su llegada a Almería, Man Chuen está considerado como el más prestigioso de la cocina china en Almería. Tiene una clientela de fieles que no le fallan y la garantía de sus recetas naturales. Su éxito se basa en la calidad, pero también en la forma de entender el trabajo que pasa por no haberse tomado nunca unas vacaciones, por estar siempre al pie del cañón. “El restaurante abre todos los días. Descanso las noches de lunes y martes”, me cuenta.
Es su forma de entender la vida, lo que vio en sus padres, lo que aprendió en su tierra. “Los chinos trabajamos mucho. Somos como hormigas que trabajamos y ahorramos para que no nos falte nada cuando seamos viejos. Aquí el Gobierno te paga una pensión. Allí no”.
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