No tiene jefe, pero mantiene una disciplina estricta en su trabajo, exigiéndose al máximo, no concediéndose ni un minuto de tregua. Es el primero en entrar por la puerta del negocio a las ocho de la mañana y el último en abandonarlo cuando llega la noche. Hay días, cuando los números lo acorralan, que no se toma ni el descanso para el almuerzo y cuando la calle se queda vacía y baja la persiana, él se encierra dentro repasando facturas y comprobando pedidos. A veces sólo se toma el reposo de los diez minutos que consume para comerse un bocadillo y sigue trabajando. Es la dura batalla del tendero de barrio que ha conseguido sobrevivir a la competencia de las grandes cadenas de supermercados que tantas tiendas familiares se llevaron por delante.
José Antonio Carreño lleva toda su vida pendiente del mostrador. Su oficio es su vocación, a lo que se ha dedicado desde que era un niño y ayudaba en la tienda de su padre a hacer los recados. En aquellos primeros años de la década de los sesenta, tener un comercio de comestibles en el Reducto era un lujo. Él era un niño entonces, pero su destino ya parecía marcado. Su vida transcurría entre el colegio y la tienda familiar, a la que de vez en cuando conseguía robarle una hora para irse a la calle a jugar al fútbol.
Si la tienda fue su vocación, la pelota fue su pasión y sigue manteniendo estos dos estrechos romances, ya que ahora, en el poco tiempo libre que le deja el negocio, su refugio sigue siendo el fútbol, no ya como futbolista, que lo fue, sino como uno de los ‘locos’ que trabajan sin otra recompensa que la afición para que un club modesto como el Pavía pueda seguir adelante. Siempre mantuvo una pugna con su padre por el fútbol. De niño se escapaba cada vez que podía para jugar, teniendo que enfrentarse a la manera de pensar de un hombre que veía el fútbol como una perdida de tiempo y sólo quería que su hijo fuera un muchacho de provecho.
En los tiempos de su padre en el Reducto sobrevivían en la misma calle varios tenderos. “No existían todavía los grandes supermercados y la gente no tenía otra alternativa que comprar en la tienda más cercana, donde el tendero y el cliente se conocían de siempre, donde era posible llevarse un kilo de patatas y un litro de aceite sin pagar”, recuerda Carreño.
Eran tiempos de gran actividad, cuando en el Renault iban cargados de género hasta la colonia Morato y el barrio de Pescadería llevando los repartos. “Yo repartía, despachaba, hacía los recados y con trece años ya había aprendido a partir los pollos”, comenta. Eran tiempos de mucho trabajo, de mucha venta, pero también de grandes miedos. Siempre pesaba sobre la cabeza de los tenderos de barrio la alargada sombra de la fiscalía, de aquellos guardas que se presentaban por sorpresa en los negocios para comprobar los precios o para multar a los que abrían los domingos o a los que vendían pan sin el permiso correspondiente.
Eran los tiempos en los que se abría los sábados por la tarde porque eran los días más fuertes de la semana, cuando se cobraba en muchos trabajos, cuando las mujeres iban a la tienda con el dinero en la mano, cuando decían aquella frase de: “Carreño, dígame usted qué le debo”.
Cuando a su padre le llegó la jubilación, José Antonio Carreño siguió su camino en solitario. Aprovechó que su tía acababa de cerrar la tienda de Mariano, en la calle de la Reina, y abrió un negocio enfrente. Era el año 1991. Llegaba con una extensa experiencia en el oficio después de los años en la tienda del padre y después de una larga aventura en la empresa de legumbres Almazán.
Hoy sigue en el mismo local y con la misma fuerza que empezó. Su ilusión por el oficio no ha disminuido. “He pasado por tiempos difíciles, pero siempre he conseguido salir adelante a base de mucho sacrificio”, asegura. Esa forma de entender la vida y de interpretar su profesión lo han convertido en un tendero de referencia. En la calle sólo han conseguido aguantar el chaparrón de los nuevos tiempos y las grandes superficies él y la popular tienda de Lolica, enfrente de donde estaba el cine Roma.
“Ahora la gente tiene mucha oferta a la hora de ir a comprar. Nosotros, los minoristas, tenemos que ponerle mucha imaginación al oficio, estar muy cerca del cliente para poder sobrevivir”, matiza. Esa cercanía pasa, al menos en el caso de su negocio, por convertirse en los pies y en las manos de sus parroquianos. Hay quien le hace los encargos por teléfono o por el correo electrónico, y en un par de horas, sin moverse del salón de su casa, ya tiene a los tenderos llevándole la nota, siempre con buena cara, siempre batallando no vaya a ser que por un mal gesto se pueda perder un cliente.
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