El fútbol callejero, el fútbol en estado puro que no necesitaba ni árbitro, ni un escenario en condiciones, ni a veces de un balón, se jugaba bajo unas reglas no escritas que los propios niños iban imponiendo sobre la marcha, leyes que eran normas sagradas que se iban heredando de generación en generación y que lo mismo se respetaban en el barrio de los Ángeles que en la Plaza de Pavía.
Se jugaba a todas horas y en cualquier parte: en una calle asfaltada, delante de la puerta de la Catedral, en el patio del colegio, en los jardines prohibidos del Parque, en las pistas de la Rambla, en los solares abandonados, delante de la puerta del Ayuntamiento desafiando la autoridad de la policía, y hasta en los pasillos de nuestras casas cuando las madres se iban a la compra.
Se jugaba contra las normas de urbanidad, contra la vigilancia de los municipales que siempre amenazaban con quitarnos la pelota y contra las quejas de ese vecino que estaba cansado de que le dieran balonazos a su coche o de la vecina que veía peligrar la integridad de sus macetas o la pulcritud de su fachada que acababa de ser blanqueada. Se jugaba contra las advertencias de nuestras madres, que tanto nos repetían aquellas frases de “no quiero calle y no quiero pelota”.
Se jugaba sin porterías, utilizando dos piedras como postes y la imaginación como larguero. Como tampoco había travesaño si el balón entraba un brazo por encima de la cabeza del portero el gol se anulaba diciendo “alta”. También se invalidaba el tanto si el disparo había sido demasiado fuerte, ya que no estaban permitidos los ‘taponazos’. La intensidad del remate se medía a veces por la fragilidad del portero, por lo que eran continuas las discusiones ante un gol anulado por ser considerado “lambreazo”.
Se jugaban partidos uno para uno, dos para dos, o todos contra todos en una modalidad que llamaban “cada uno con su pellejo” o ‘revolera’. Se jugaba entre los vecinos de la calle manteniendo una rivalidad de puerta a puerta y se jugaban desafíos contra niños de otros barrios. Los desafíos venían a ser los partidos internacionales de aquella época callejera. Recorrer Almería para ir a jugar a un descampado del Zapillo contra un equipo del lugar era una gran aventura.
Algunas veces, cuando llegábamos al lugar escogido para el desafío nos faltaba uno y el contrario, para que no hubiera grandes ventajas, nos dejaba uno de sus jugadores para equilibrarnos. El prestado era siempre el más malo, el que a ellos le sobraba, un infiltrado que colocábamos de palomero para que no nos estorbara mucho. La figura del palomero no gozó jamás de buena prensa en el fútbol callejero. “Ponte aunque sea de palomero, a ver si pillas una”, se decía. Había dos tipos de palomeros, el obligado por los compañeros para que interviniera lo menos posible, y el palomero vocacional, el vago que decía que correr era de cobardes y se pasaba todo el tiempo bostezando frente al portero contrario a ver si le llegaba una pelota para tocar la gloria sin despeinarse.
Las reglas del fútbol callejero tenían un apartado que hablaba del gordo. Si el palomero estaba mal visto, el gordo estaba condenado de antemano por su exceso de peso y como nos gustaba manejarnos con un toque de crueldad, al gordo le reservábamos el oficio más duro, que entonces era el de portero. “Ya sabemos que no paras ni una, pero ponte en medio y por lo menos haces bulto”, le decíamos.
Por debajo del gordo había un escalón más, el de los incapacitados para darle una patada al balón, los patas de palo, aquellos que no servían ni para rellenar las ausencias y que para que no se aburrieran los utilizábamos de recogepelotas. Aquel oficio era muy desagradecido. El recogepelotas era el que más corría, pero sin recompensa alguna y en muchas ocasiones tenía que aguantar la bronca de los jugadores que le recriminaban su lentitud, su falta de puntería para mandarnos el balón desde lejos, o su escasa atención que había propiciado que la pelota se metiera en un charco.
Solía ocurrir con frecuencia que nadie quería ocupar el puesto de portero y que no había ningún gordo a mano ni ningún samaritano dispuesto a colocarse entre los postes, aunque solo fuera para pasar el tiempo. Cuando se daba esta situación, el capitán del equipo, que siempre era el que mejor jugaba, el líder indiscutible, tenía que designar al portero, al que había que engatusar diciéndole: “Ponte un ratillo y luego nos vamos cambiando”.
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