Hubo un tiempo en el que los niños se organizaban en los barrios para sacar un equipo y competir en las ligas oficiales que organizaba la federación. Salían equipos de todos los distritos y a veces hasta de una sola calle. Existía el concepto de la calle como patria, y los niños defendían el honor de sus vecinos, de su acera, de la puerta de su casa, como si vistieran la camiseta de la selección española.
Aquel era un fútbol primitivo, que había que ir construyendo paso a paso. Sobraba la ilusión, pero escaseaban los recursos. Había que juntar once jugadores; había que buscar el apoyo de aficionados para poder adquirir las equipaciones y había que convencer a los padres de que el fútbol no era un veneno peligroso, en una época en la que existía la certeza de que el juego alejaba a los niños de los estudios y del trabajo, en definitiva, de ser hombres de provecho.
Uno de esos clubes que brotaron en los años cincuenta como flores de un tiempo fue el C.D. San Antonio, que en sus comienzos representaba a ese gran barrio que se extendía desde la iglesia de los Padres Franciscanos a la Plaza de Toros.
El San Antonio, como tantos otros clubes de la ciudad, tuvo que aprender a sobrevivir sin patria. Fue un exiliado más, que nunca tuvo un refugio en su barrio y que se vio obligado a peregrinar de campo en campo sin un rumbo marcado. A mí me gustaba ir a ver al San Antonio de los años finales de la década de los setenta, cuando jugaba los domingos por la mañana en el campo del Seminario. En aquel equipo, que vestía como Las Palmas, destacaba un extremo izquierda, Juan José María Marín, que era toda una institución dentro del club. María Marín tenía las formas de los extremos antiguos, ancho de piernas y con la mirada pegada al suelo. Viéndolo en ropa de diario tenía más pinta de profesor de matemáticas que de futbolista, pero cuando se enfundaba la camiseta y el pantalón corto se transformaba en un delantero radiante, en un tipo lleno de astucia que se pasaba los partidos engañando a los defensas y fusilando a los porteros.
Yo conocía a María Marín de algunos años atrás, cuando siendo un niño iba los sábados por la mañana a ver al equipo del Instituto Masculino al estadio de la Falange. En ese equipo jugó también, unos años después, José Manel Ventura, otro de los pilares del San Antonio, un jugador del centro del campo de los que tenían el don de multiplicarse por dos, de estar tan bien colocado que parecía como si el balón siempre fuera en su busca.
En aquel equipo inolvidable también jugaba Vizcaíno, un futbolista técnico que siempre acariciaba la pelota y guardaba las formas; Ángel Pasamontes, todo un símbolo en el fútbol local junto a su hermano Enrique; Rafael Malpica, otro futbolista que pudo haber vivido del fútbol si le hubiera tocado otra época; Luque, un extremo habilidoso que entraba por la derecha pensando siempre en cómo engañar al lateral; Juan Diego, uno de esos medios que con su presencia llenaba de seguridad el equipo y Vargas, un extremo que iba en moto, un velocista pegado a la línea de cal que cuando agachaba la cabeza y echaba a correr parecía imparable.
Recuerdo otros nombres de jugadores que vistieron la camiseta amarilla como Valero, Uroz, Becerra, Bernabé, Yeyo, Angelillo, Garre, Vidaña, Forniéles, Memé, Guendoline o Miquelo, entre muchos otros.
Tan popular como algunos de sus mejores jugadores fue el entrenador que alcanzó las cotas más altas con el San Antonio. Fue su técnico de cabecera, un erudito del fútbol llamado Paco Pérez Gutiérrez, que empezó en el club siendo jugador infantil y acabó como entrenador desde 1967. Se decía entonces que era uno de los entrenadores más preparados que había dado el fútbol almeriense.
Él dirigió al mejor San Antonio de la historia, cuando a finales de los setenta era el equipo filial del Almería, cuando llegó a disputar varios partidos en el Franco Navarro después del primer equipo. Muchos nos hacemos la pregunta de hasta dónde hubieran podido llegar estos jugadores en el fútbol actual. Cuál hubiera sido el techo de María Marín y muchos de sus compañeros con las comodidades del fútbol de hoy, con la alimentación actual de los niños, con los métodos modernos de trabajo y con esos campos de hierba que existen ahoray que ellos sólo veían en las retransmisiones por televisión. Cuánto frío tuvieron que pasar aquellas generaciones de futbolistas entrenando de noche y con agua fría. Cuántas patadas, cuantas lesiones inútiles en aquellos campos inhumanos de tierra y barro.
Viendo a muchos futbolistas que hoy transitan por Segunda División, estoy convencido de que muchos de aquellos jugadores del San Antonio hoy podrían haber sido profesionales.
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