La bala le entró por el pómulo y salió fugaz por detrás de la oreja. Se encontraba con la ametralladora soltando ráfagas a los rusos situados en la otra orilla del río Wolchow cuando cayó herido. Era una gélida tarde de marzo de 1942, en el Frente de Stalingrado: altos pinos y hayas como lanzas frente al lago Ladoga, bajo un cielo ceniza como el de Doctor Zhivago. Allí, con su guerrera gris de la Wehrmacht , su camisa azul falangista y su medalla de la Virgen del Mar en el pecho, estuvo a punto de dejarse la vida Alberto Díaz Gálvez, un almeriense de 18 años, el segundo hijo de Pepe Díaz, el chacinero del Mercado Central.
Cayó al suelo sin conocimiento, a miles de kilómetros de su tierra, chorreando sangre por la nariz y el oído y oliendo aún a metralla. Y se despertó varios días después en el Hospital de Konigsberg, en el ‘cuarto de las papas’, una sala donde iban a parar los heridos muy graves a la espera de ver si reaccionaban.
Y Alberto, uno de los hijos mayores del Molino de los Díaz, un aguerrido infanzón del Regimiento Esparza, reaccionó. Y consiguió volver a su tierra como un héroe, como caballero mutilado del ejército alemán y español.
Alberto Díaz se fue a la Guerra por un envite de su padre: estaban sentados a la mesa familiar un cálido día del mes de junio de 1941 los nueve hijos del matrimonio Díaz Gálvez. La madre llenaba el plato con caldo de cocido a cada uno de sus vástagos. En un extremo, el padre, un hombre severo, leyendo el Yugo con una mano y la cuchara en la otra. Rompía el silencio la voz del locutor del Parte que hablaba del avance de los alemanes en el frente ruso lanzando arengas propagandísticas a favor del alistamiento de jóvenes. Alguno de los niños hizo una broma sobre los falangistas almerienses de ocasión con boina roja que no se atrevían, sin embargo, a irse al frente europeo. El padre les reprochó que no hicieran bromas, puesto que ellos tampoco estaban dispuestos a alistarse. Alberto terminó la sopa, salió de su casa del Distrito Quinto como una exhalación, fue a cortarse el pelo y después directo a la Jefatura de Milicias de Almería en la calle Arráez. Se alistó en la División Azul, el cuerpo de voluntarios españoles que luchó junto a los alemanes en el frente ruso, en una Guerra que no era la suya. “Yo entonces, como casi todos los jóvenes, era un cipote a la vela, me fuí herido por la frase de mi padre y por el deseo de aventura, de ver mundo, no por ideales. Pero no me avergüenzo de haber ido a la División Azul, no me lo reprocho, pero reconozco que era una estupidez, ¡irse a morir por la patria a Rusia!” expresaba aún lúcido el casi nonagenario ex combatiente y caballero mutilado, entre fotos, medallas y un emotivo diario de campaña, en el salón de su casa del barrio de La Caridad, hace ya unos cuantos años. Junto a Alberto, más de 400 voluntarios almerienses se enrolaron en la División, que llegó a alistar a 18.000 jóvenes en toda España,bajo el mando del General Muñoz Grandes.
Alberto salió en el Segundo Batallón desde Sevilla al campamento Nuremberg. Tras un mes concentrados emprendieron camino al frente ruso, sedientos de aventuras, armados con fusiles, sin saber que aquellas tapias y alambradas y aquellos penachos de humo que veían a lo lejos eran campos de exterminio nazis. Caminaban 50 kilómetros diarios por el corazón de la vieja Europa, equipados con botas de media caña y casco. Se alimentaban con pan de centeno, con berzas y con la ilusión en el corazón de que iban a hacer algo grande por Dios y por España. Junto a Alberto había otros muchachos almerienses como Juan Ferrer (camarero en el Imperial), Luis Soria o Pepe Mañas, que murió en la contienda. Cuando llegaba la noche y cesaban los disparos aprovechaban para jugar al subastado frente a un cartel de toros de la feria taurina de Almería y para despiojarse a la luz de los carburos. Y se acordaban, Alberto y sus paisanos, de esas mañanas por el Paseo y de ese vermú en la terraza de La Granja Balear que solían tomar los domingos luminosos. Justo un año duró su peripecia en la estepa rusa, a las puertas de Moscú (de junio de 1941 a junio de 1942). Como Napoleón, el Ejército alemán y sus aliados resultaron vencidos por el frío y el desánimo cuando más cerca lo tenían. El hijo del chacinero almeriense fue un bravo combatiente con el fusil Schemeisser y con un manto de nieve bajo sus pies. “Vi caer a muchos almerienses junto a mí, es la ley de la Guerra” recordaba Alberto, que tras ser herido perdió un ojo y un oído. El mejor recuerdo que le quedó es el de la novia francesa -Rose Mari- con la que flirteó. Y el peor, el miedo, el pavor a morir tan joven. Tras pasar un tribunal médico alemán le dieron inútil para la Guerra y volvió a Almería con una paga vitalicia y fue ascendido a sargento de infantería en 1974.
El recibimiento de los almerienses a los distinguidos divisionarios que habían luchado en vano fue apoteósico. Descendieron del tren el 21 de junio de 1942 una veintena de voluntarios a los sones de las banda de música de Almería y de Sorbas. Entre ellos, los camaradas Julio Simón Berruezo, Miguel Medina González, Juan Socías Trillo, el sargento Francisco Gallarregui de Ibarra, Juan Solbas, Manuel Oliver Sánchez, Isidoro Cadenas Gallego. Al día siguiente llegaron Pedro Valdivia, Enrique Aguilar, Antonio García Prado y José Luis Quirós.
La muchedumbre, enfervorecida en las aceras, rompió el cordón que protegía a la comitiva de los héroes, por la Avenida de la Estación. El Paseo se encontraba engalanado con banderitas y guirnaldas y se encaminaron a la Iglesia de la Patrona en un acto solemne presidido por el Prior de los Dominicos, el reverendo Padre Ballarín. Allí dieron gracias a la Virgen y ese verano desfilaron marciales en la Procesión de la Patrona.
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