La calle Alfarerías, en el barrio de la Plaza de Toros, ha sigo testigo de toda una vida. Allí abrió su peluquería Isabel Simón Soriano hace nada menos que 32 años, allá por la época de los cardados y los pantalones de pitillo.
Hoy, al echar la vista atrás, recuerda cuánto le ha costado llegar hasta donde está. Tenía entonces 26 años y la empresa para la que trabajaban ella y su marido acababa de cerrar. Se habían quedado en paro y les costaba llegar a fin de mes.
Un inicio difícil
Abrió un viernes para que la gente viera la peluquería al volver del mercado de la Plaza de Toros. Al principio, ganaba lo justo para cubrir gastos. Empezó perdiendo dinero, pero el boca a boca se encargó del resto y el negocio remontó muy pronto. Comenzó así a subir como la espuma y ahí sigue, encaramado atemporalmente en la cresta de una ola que ha sobrevivido a tres peluquerías que abrieron y cerraron en la misma zona.
“Los principios son muy duros y hay que luchar. Y cuando empiezas desde abajo no avasallas a la gente, porque entiendes lo que cuesta. Si te lo han dado todo hecho, a lo mejor actúas de otra manera y, cuando no ganas todo lo que crees que debes ganar, cierras. A mí me dijo una chica que para ganar 1.000 euros se iba a trabajar con otra peluquera y no se quebraba la cabeza. Yo a lo mejor me conformo con 900 y estoy contentísima, porque es algo que he creado yo y eso es una satisfacción”.
Más allá del dinero
Isabel explica que, para ella, el dinero nunca ha sido la pretensión. Lo más importante es que, tras mucho esfuerzo, al final consiguió su sueño. “En la vida, todo lo que te propongas con buenas intenciones, sin pisar a nadie y sin llevarte a nadie por delante, lo consigues”.
“Te vas fijando metas y, para ir del 0 al 10, tienes que pasar al 1, al 2, al 3… Ya llegarás, pero poco a poco. Esa ha sido mi filosofía. Para mí buenísima, porque he valorado las cosas. De aquí para adelante, a trabajar, a lo que me echen. Trabajar con honra no es deshonra. Eso es lo que te va curtiendo y te va enriqueciendo”.
Y le ha merecido la pena, desde luego. “No hemos tenido unos ingresos grandes, pero hemos salido adelante por la aportación de mi trabajo. Le he podido costear la carrera a mis hijos”. “Ellos han hecho lo que han querido y no me tienen que agradecer nada. Se lo he dado porque he querido. Lo que sí espero es que sepan sacarle fruto. Tienen que vivir la etapa que les ha tocado”.
Al igual que la peluquería se ha ido adaptando a más de tres décadas de cambios y fluctuaciones de estilos de lo más variopintos. “Es una profesión en la que te tienes que renovar mucho. Yo hago al año dos cursos de corte, en primavera y otoño, porque tienes que estar al día, no te puedes quedar descolgada, te tienes que reciclar”.
Clientela fiel
Se trata, además, de una profesión que la mantiene todo el día cara al público. Por eso es tan estrecho su contacto con los vecinos del barrio, e incluso de otras zonas, pues las mudanzas no trastocan las citas de las clientas habituales y no son pocas las que vuelven, aunque sea sólo para verla.
Como la señora Paquita, que se mantuvo fiel a su cita de todos los viernes, a las nueve y media. Allí se encontraba con Consuelo, otra clienta que solía ir a las diez. Y acabaron entablando una amistad, porque si el roce hace el cariño, la cercanía y los ratos compartidos en una esfera tan particular lo consolidan.
“Hoy por hoy, tengo una clientela muy fiel. Se vayan donde se vayan, vuelven. A veces no todo lo que quisieran, por problemas de desplazamiento o enfermedad, pero no me abandonan totalmente. Al menos dos veces al año vienen”. De hecho, tres de ellas ya han entrado a saludarla en el rato que llevamos hablando.
Loli es otra de las clientas a las que conoce bien. Pasó por un proceso de quimioterapia. “El miércoles, que es mi día libre, iba a Torrecárdenas a lavarle el pelo y peinarla, y ella más feliz que una perdiz. No le cobré, porque ella no me llamó. Cuando salió, quedamos y me dijo ‘pero en la peluquería va a haber mucha gente’. Yo le dije ‘no vas a venir aquí; voy a ir yo a tu casa’”.
Factor humano
Muchos le preguntan cómo el negocio ha aguantado tanto tiempo. Isabel lo tiene claro: “El factor humano y el factor profesional son muy importantes. En todo momento, tienes que saber lo que te gusta, lo que quieres. Y lo que hagas que sea vocacionalmente. A mí la peluquería me encanta”.
De los primeros años recuerda la diferencia de clases marcada por las clientas adineradas que acudían a peinarse cada semana. De ahora destaca la diversidad. “Viene todo tipo de gente. De Marruecos, Chile, Perú, Colombia... Hay gente estupenda, muy cariñosa, muy humana y hay otra que menos. Pero por lo general no he tenido muchas experiencias feas. Casi todas buenas”.
Actualmente, el 80% de su clientela trabaja en la educación. “A mí me mantienen las maestras, las profesoras de instituto y algunas de universidad. La mayoría de las trabajadoras se arreglan, a lo mejor, cada cuatro meses porque tiene algún evento o porque les ha crecido el pelo. Pero las que van a clase, cada semana tiene que llevar el pelo más o menos bien y no todo el mundo tiene maña para hacerlo. Ahora en verano me afloja, casi todas mis clientas se van a Retamar, Aguadulce o Cabo de Gata”.
Evolución de un barrio
La peluquería ha sido testigo de la evolución de un barrio que ha cambiado mucho. “Está muy distinto, por la gente, el estilo de vida, la forma de responder, de actuar, de vestir...”. “Antes había mucho pequeño comercio de barrio, muchas tiendas con encanto. Ahora, con los supermercados, todo eso se ha eliminado”.
“Había sitios muy bonitos y me da pena que se hayan perdido. En los supermercados el horario es más extenso. Ha cambiado la forma de comprar, la economía está distinta. La tienda de barrio debe tener un precio más alto y ahora vamos a lo más económico, a las ofertas”.
Las anécdotas no faltan. Hay quienes, tras pasar años sin verse, se han encontrado aquí. La misma señora Paquita se reencontró con una antigua conocida de Barcelona. “Iban a la misma peluquería en Barcelona y llegan aquí, a los once años, y se vuelven a ver. Se quedaron las dos... Empezaron a hablar de cosas en común, de lo que les había pasado. Es increíble porque fíjate si es grande Barcelona”.
Cientos de historias
“En la peluquería ocurren cosas bastante sorprendentes. Como tener una señora ahí sentada que era la querida del marido de otra que estaba al lado. Yo lo pasé muy mal porque al coincidir aquí las dos, ¿qué decía?”. Isabel rememora historias de suegras y nueras que no se hablan y demás disputas que trascienden los muros domésticos. “Antes, con los militares, los oficiales y los suboficiales, había señoras de oficiales que no querían estar aquí cuando hubiese señoras de suboficiales porque, por el rango, consideraban que no se podían mezclar”.
En otras ocasiones, también había rencillas entre clientas que querían ser atendidas antes que otras. “A lo mejor la peluquera abría a las nueve y había gente a las ocho y media esperando, para que no le quitaran el sitio, para ser las primeras. Era una pérdida de tiempo. A mí me ha pasado eso de llegar para abrir y encontrarme a tres personas en la puerta y que se pusieran a discutir entre ellas”.
¿La solución? Dar cita, una costumbre extraña en las peluquerías de hace treinta años. “Así, si me pedía venir una señora de un oficial que yo sabía que no quería estar con la otra, a una le daba cita a las diez y a otra a las doce. Respetaba a la una y a la otra. Y me quitaba el problema. Eso lo tienes que evitar si quieres que tu negocio funcione”, explica.
Discreción ante todo
La discreción, lógicamente, es fundamental: “Lo que aquí digan las clientas, aquí se queda. Esto es como un confesionario”. Tampoco es sano llevarse los problemas ajenos a casa. “Cuando cierro la puerta cambio el chip y empiezo mi vida. Ese es mi protocolo”.
“Si no nunca sería yo, sería siempre la peluquera del barrio”. En algún momento, eso debe cambiar. “Ahora ha llegado mi etapa de jubilación y no es por nada, me siento muy orgullosa, pero quiero salir y decir ‘hola’ si quiero decirlo y si no, no. Quiero pasar desapercibida y aquí es imposible. Yo de aquí a la Puerta Purchena puedo decir ‘adiós’ a cincuenta personas. Mi hija dice ‘mamá, voy a ir contando cuántas veces te paras’".
“Y, claro, yo tengo que agradecerle a esas personas que hayan venido. Entonces estoy toda la vida de 'hola' en 'hola'. Por eso, cuando llegue el momento, quiero empezar otra etapa, la de decir ‘soy yo, estoy jubilada, descansando, y si veo a alguien me da alegría porque voy a tardar en verla’”.
Aprendizaje
“He aprendido mucho, me he enriquecido culturalmente con la gente. También he llegado a hacer muchas amistades porque me cuentan cosas íntimas y eso significa que confían en mí”. “He tenido empleadas que me han durado mucho (una 20 años y otra 7) y he tenido la suerte de que no las he echado, sino que se han visto capaces de montar ellas un negocio y se han ido. Sigo teniendo la misma amistad de compañeras de trabajo, no de jefa y empleada”, concluye.
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