Hubo un tiempo en el que los almerienses de Cuevas o de Vera, de Albox o de Mojácar, de Serón o Lucainena, soñaban con los penachos de humo de las fábricas catalanas como emblema de prosperidad.
Se veían, fruto de esa imaginación febril y fabril que solo provoca la pobreza, con el pañuelo lleno de duros anudado al pantalón, de vuelta a su pueblo para comprar un cortijo y unos animales.
Pero también imaginaban, estos noveles emigrantes del pasado siglo, las historias picantonas que le contaban sobre El Paralelo barcelonés los que ya habían regresado de la diáspora forzosa: relatos de mujeres que salían al escenario semidesnudas contoneándose sobre unos tacones de aguja al ritmo de La Pulga, con un largo pitillo en los labios.
El Molino fue el cabaret más celebre de todos, el más vitoreado, el que más ha calado en el imaginario popular. Hasta allí llegaban legiones de emigrantes almerienses, tunantes, parranderos y solterones burgueses del Paseo de Gracia, a hacer cola la tarde de los domingos, cuando no había otro mimbre que agarrar, con la camisa esclarecida y brillantina en el pelo, a ver a la paisana Bella Dormita, a La Maña 0 a Mary Mistral.
Eran tiempos de censura, pero existía la doble moral, la vista gorda franquista y antes la de Letrudo y Primo de Rivera, para que estos aguerridos jornaleros que llegaban a la próspera Barcelona pudieran también disfrutar de un espectáculo que no volverían a ver en su vida cuando regresaran a su tierra del sur. El Molino abrió sus puertas en 1898 con el nombre de Pajarera Catalana, junto a otros locales de espectáculos como Olimpia, Gayarre, Aruña o El Condal. Pero ninguno gozó del predicamento de El Molino, donde reinó durante las primeras décadas de siglo la cuévano María Yaren, bautizada entre bambalinas como Bella Dormita.
La vedette encandiló, desde los felices años 20 a la década de los 60, a un publico que se rindió a sus pies, sobre todo sus paisanos almerienses, sus primeros admiradores, cuando la veían surgir con sus ojos negros, su pelo enmarañado y su cintura de sílfide entre los bastidores. Tenía 17 años, y atrás dejaba años de hambre viva en la calle de Las Lisas de Cuevas del Almanzora, por culpa de las inundaciones de las minas del Barranco Jaroso.
El territorio de María Yáñez, durante toda su vida fue el mítico Paralelo, trufado de espectáculos, teatros y cafés, donde, en esas primeras décadas de siglo, era constante el aire de fiesta y verbena.
Allí, en ese espacio transgresor, la cuevana comenzó a esculpir con el cincel del trabajo diario su raigambre de estrella. Fue alegría y gozo de hombres y mujeres humildes, de payeses, que con la ropa limpia saboreaban con deleite las tardes de domingo. El ambiente de este barrio obrero, junto al Poble Sec, se mezclaba con los vientos salobres del puerto y con el aroma a pino de Montjuich.
En 1923, coincidiendo con el inicio de la dictadura de Primo, Dorita ya era la principal figura del music-hall Pompeya, a pesar de que el general prohibió canciones tan de moda como La Pulga. A su camerino se acercaban militares como Sanjurjo, políticos como Company y futbolistas como el mítico Ricardo Zamora.
Con la Guerra Civil, la figura del empresario del espectáculo quedó anulada y su lugar lo ocuparon los comités revolucionarios. La CNT y la FAI dictaron unos reglamentos por los cuales resultaba que el portero del teatro, la taquillera que vendía las entradas, el acomodador y la señora que limpiaba lo lavabos cobraban igual que el artista que salía al escenario. Por ello, Bella Dorita y otras cupletistas y cómicos fueron a la huelga y alegaron que, ante igual sueldo, que subieran también los porteros, acomodadores y cerilleras al escenario a vérselas con el público.
Tras la Guerra Civil, se recuperó en el Paralelo la diversión constante. El pueblo pasaba hambre con el racionamiento de los alimentos, pero las ganas de olvidar calamidades y bombardeos lanzaba a las gentes a la calle en busca de las picardías de la Bella Dorita y otros artistas. A la animación callejera del Paralelo contribuyó también la emigración procedente del sur, que encontraban en el descaro de la cuevana algo que les era muy familiar. María se las veía, antes de traspasar el dintel de los cabarets, con decenas de limpiabotas, cantantes callejeros auxiliados por bocinas, tenderetes de quincalleros llegados de Almería y charlatanes que tanto encandilaban a la Bella con su verborrea.
La época dorada de la Bella alcanzó su cenit entre 1940 y 1950. La cupletista cuevana, al igual que Manolete, ayudó al pueblo a olvidar una guerra en tiempos de estraperlo y de necesidad. El Paralelo estaba entonces lleno de chicas de servicio deshonradas por el señorito y no les quedaba otra alternativa que la vida en el cabaret.
El Molino, ese zaguán de emigrantes almerienses durante más de un siglo de vida, ha atravesado por periodos de esplendor y decadencia pero aún continua en el mismo lugar como escenario de café-conciertos y como una pieza de museo más de Barcelona. Y siempre quedará en el recuerdo compartido de esos charnegos, que esperaban con deleite la tarde de los domingos para ponerse camisa limpia y comprar entrada en el más popular de los templos del pecado barcelonés.
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