La presencia del hombre del carro

Los carros de mulas formaron parte de nuestras calles antes de que los coches los desplazaran

Un carro de madera, guiado por un hombre de avanzada edad, con una anciana sentada atrás en una silla, bajando por el malecón de la Rambla. Al fondo
Un carro de madera, guiado por un hombre de avanzada edad, con una anciana sentada atrás en una silla, bajando por el malecón de la Rambla. Al fondo
Eduardo D. Vicente
16:33 • 16 ago. 2017

De niño siempre soñé con tener un carro con caballerías como los que veía pasar todos los días por la puerta de mi casa. Recuerdo uno de esos carruajes como si fuera un espejismo, como si formara parte de mi subconsciente. Era un carro viejo y destartalado de madera rodeado por los laterales  con dos barandas de palo que servían de protección. Las ruedas, también de madera, eran inmensas y estaban cubiertas por un poso de barro y suciedad que el tiempo había ido depositando en los radios. A cada paso que daba parecía que aquel carro se iba a descomponer: crujían sus maderas por el peso de los años como crujían los huesos del cochero, un anciano que venía de la los cortijos de Los Molinos con un cargamento de alfalfa y estiércol que iba dejando a su paso un denso perfume a establo.




Por mi calle pasaban también los carreros con sus mulas cansadas camino del Mercado Central y de la Plaza de Pavía. Me gustaba sentarme en el tranco y ver el trote temeroso de aquellos animales, parecían bailarinas saltando de puntillas sobre los adoquines del suelo. Los carreros fueron los transportistas de la ciudad hasta hace cuarenta años. Eran una estampa habitual de nuestras calles cuando las mudanzas, la venta ambulante o el transporte de cualquier tipo de material se hacía en carros.




En carro pasaba el hombre del ‘pescao’ y el que vendía la alfalfa para engordar a los conejos que se criaban en las cajoneras de los patios. En carro iba el ciego de los Cañadas, los hermanos del barrio de San Roque que tenían las cuadras en la calle Sales y se encargaban del transporte en el Muelle. En carro, desde Roquetas, venían las montañas de sal que  se acumulaban junto a los tinglados del Puerto y en carro traían la arena de la playa que utilizaban en las obras, antes de que el ayuntamiento lo prohibiera.




En carro llegaba todas las mañanas el basurero, dejando su fétido rastro por donde pasaba y  gritando: “ero, ero...” para que las mujeres les sacaran el cubo a la puerta. Por mi casa iba Antonio, un hombre de mediana edad que venía desde Los Molinos subido en su carro. Mi madre le guardaba en una talega el pan duro para que se lo echara a los animales y una bolsa con ropa usada.




La vida del carrero nunca fue un camino de rosas por la estrecha vigilancia que sobre ellos ejercían los municipales. En marzo de 1942, el alcalde de la ciudad, Vicente Navarro Gay, dictó un bando de obligado cumplimiento para los carreros con bestias. Se les prohibía transitar cargados por el Paseo, atar las caballerías en las fachadas y en los árboles, dar de comer a los animales sin los morrales reglamentarios, y se les exigía llevar tapados los carros que produjeran polvo y los que llevaran basura.




Los basureros y los que se encargaban de limpiar los pozos negros fueron los más perseguidos. Como la mayoría de las casas no tenían una red sanitaria decente, los residuos se iban acumulando en los pozos negros que estaban bajo el suelo de los patios.  Cuando el subterráneo se llenaba había que llamar al pocero, que casi siempre solía ser el mismo que recogía la basura por el barrio. La limpieza de los pozos negros no se podía hacer de día por el olor que dejaba y las molestias que ocasionaba en la población. La noche que tocaba limpiar el pozo los niños de la casa tenían que irse a dormir con el vecino o con un familiar cercano.




En los años cincuenta, debido a las denuncias de los vecinos, el ayuntamiento ordenó que los recipientes donde se echaban los excrementos de los pozos negros fueran debidamente cerrados encima de los carros para evitar que el mal olor se colara por las ventanas y balcones de las casas.




Los carreros formaron parte de nuestra infancia como personajes pintorescos a los que mirábamos con un mezcla de miedo y admiración. Les temíamos por el látigo que llevaban en la mano y su aparente  rudeza,  nos gustaban por su planta de pequeños héroes, capaces de dominar a las bestias con un  gesto o un simple silbido, sin moverse, siempre sentados en un lateral del carro, con las piernas hacia fuera y un cigarrillo medio apagado cayéndole sobre el labio inferior.



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