Las bacterias del tifus habían instalado a esta pinturera muchacha entre la vida y muerte durante meses, entre calenturas, escalofríos y fiebres enjugadas por su madre con paños mojados de franela en la frente. En una de esas vigilias en las que las mejillas se le volvían del color de la nácar, la gitanilla invocó a la Virgencica del Cerro y le prometió que si la sanaba bailaría para ella en lo más alto de Monteagud.
Dicho y hecho: la moza se curó, volvió todo el color a su cara morena y subió con su padre al Cerro de la Virgen a cumplir la promesa como estaba mandado.
Era el día grade de la romería y miles de peregrinos habían llegado de los pueblos de la provincia a venerar a la Madre de Dios. Muchos hacían cola para depositar sus ofrendas en el camarín, mientras fuera se sentía a los turroneros de Gérgal pregonar su mercancía y a los lisiados implorar una limosna.
Pidió permiso el padre de la criatura al capellán para saldar la deuda pendiente, pero se opuso por el peligro que entrañaba. Y como el cura, algunos fieles que habían escuchado el juramento y que se santiguaron de pavor al escucharlo. Sin embargo, era mayor la fuerza de la gitana por querer amortizar el débito que cualquier otra cosa en el mundo. Se escurrió rauda antes de que nadie la detuviera por entre la ladera de la montaña sagrada y saltó a una pequeña meseta sostenida milagrosamente en el abismo.
La gente se arremolinó por cientos en torno al precipicio, mientras incontables libras de cera se derretían frente al postigo de la emita y el humo negro iba coronando la gran pirámide de Monteagud.
La gitana empezó a bailar en ese estrecho muñón empinado, alzando los brazos y cimbreando su ágil cuerpecillo.
Dio tres o cuatro vueltas al reducido tablao, taconeó con mesura y se bajó de la piedra jaleada por la multitud mientras corría a los brazos de sus padres. La promesa estaba cumplida y la ovación de la gente fue atronadora. En medio de ese delirio, quiso el destino tender una trampa a la protagonista y una rica mujer de la capital, engolfada con el espectáculo que acababa de presenciar, le tendió un duro de plata retándola a bailar otra vez.
Con los rizos alborotados, con los ojos chispeantes de emoción se plantó por segunda vez en la roca y ya con menos temor de Dios, más familiarizada con el peligro, volvió a componer el cuerpo, volvió a arquear orgullosa la cintura, volvió a girar sobre sus pasos, coreada por los espectadores.
Hasta que dio un traspiés, se escurrió por el borde de la piedra y un grito hondo resonó en esa especie de Sinaí almeriense. Intentó agarrarse presa del pánico a la lastra pero el cuerpo terminó cayendo al vacío por entre los peñascos dándose de bruces con un roal de tierra lindera con Uleila. Ahí acabó todo, siendo bautizado desde entonces ese encumbrado monolito como la Piedra de la Gitana.
Debía mediar el siglo XIX cuando ocurrió esta historia para unos leyenda para otros. Al margen de que se hayan conservado o no documentos que avalen la veracidad de este triste episodio rural, lo que sí ha cuajado durante décadas, ha sido la transmisión oral de esta historia, en cada casa, en cada familia de los pueblos limítrofes como Benizalón o Uleila, difundiéndose el relato con pasión de generación en generación.
Así lo atestigua el sacerdote Francisco Martínez Botella, un experto en la historia del Cerro de Monteagud, quien recuerda cómo la narración de la gitana se la contaba su abuela María Lorenzo Rubio y a ésta, su madre, Juana Rubio Velasco, y la madre de su madre Ana Velasco Sáez, quien podría haber sido testigo ocular del desdichado trance.
Tampoco duda de su veracidad Isabel López Rubio, una anciana oriunda de Benizalón, que aún vive con 103 años al lado de la Plaza de Toros de Almería. Isabel, con una voz aún dulce, recuerda oirlo de su padre que fue el último ermitaño que habitó con su familia en la casa del Cerro de Monteagud e Isabel fue la última de las personas que nació en ese cerro milagrero donde cada segundo domingo de septiembre miles de fieles acuden en romería.
La primera ermita fue construida en 1638 sobre los restos de un pequeño castillo musulmán, bajo el patrocinio de los pastores trashumantes que acudían a este monte sagrado a sestear el ganado.
Pasó Monteagud o Montahur -como decían los antiguos- por muchas vicisitudes, desde el romance que narra que la imagen de la Virgen de la Cabeza se apareció a un pastor lorquino llamado Mateo en el tronco de una encina y que le dijo que divulgara lo ocurrido en ‘los catorce pueblos de la Virgen’. Después llegaron las desamortizaciones del siglo XIX, la quema de la imagen y sus enseres en una pira durante la Guerra Civil y la reconstrucción del santuario en 1959, entre otros capítulos.
Uno guarda aún en la retina cuando en los años 70 aún se contemplaba la estampa de decenas de hombres y mujeres subiendo descalzos por el camino, o cubriendo de rodillas la distancia de la plaza hasta el camarín de la Virgen, clavándole con alfileres billetes de cien y mil pesetas en su manto; uno retiene aún en la memoria el denso olor a cera, la imagen de decenas de tullidos tirados sobre una manta pidiendo limosna y a los vendedores de estampitas y rosarios bajo los soportales. Aún hoy, nada hay comparable en la provincia a este festival de fe en los milagros.
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