Hubo un tiempo en que las tiendas de barrio eran instituciones en su entorno, auténticos templos de la supervivencia por donde pasaba la vida de la calle. Los pequeños titulares de la vida diaria, los que afectaban de verdad a los sentimientos y las esperanzas de la gente, se escribían en muchos de aquellos comercios familiares donde al cabo del día iban confluyendo todas esas historias. Uno podía enterarse antes de lo que pasaba en la ciudad acudiendo a su tienda de confianza que leyendo el periódico.
Íbamos creciendo, iban llegando nuevas generaciones, y lo único que no cambiaba era la referencia de ese pequeño establecimiento que en muchos casos se iba heredando de padres a hijos. En esa forma familiar de entender el comercio jugaban un papel fundamental los dependientes. Las tiendas más arraigadas, las que sobrevivían a las modas y se perpetuaban entre la gente solían tener sus empleados de confianza, trabajadores que llegaban siendo adolescentes y en muchas casos se jubilaban detrás del mostrador.
En ese estrato que formaban los dependientes destacaban los mozos que se encargaban de los repartos, un oficio en extinción del que apenas quedan ya señales de vida. Uno de los últimos mozos que todavía recorren el centro de la ciudad llevando los mandados de casa en casa es el de la tienda de ultramarinos San Antonio, en la calle de Castelar. Allí trabaja desde hace veinticinco años Rafael de la Cruz Fernández, todo un personaje en la ciudad, uno de esos tipos que te lo puedes cruzar tres o cuatro veces al día si caminas por el centro, siempre con su carretilla de hierro cargada, absorto en sus pensamientos, mostrando ya las heridas que tantos años de trabajo les han ido dejando en las piernas.
Hombre de confianza
Rafael es un hombre de confianza que forma parte de su empresa como si fuera uno más de la familia. Llegó a la tienda en 1982 de la mano de su madre y de su hermana que trabajaban como empleadas en la casa del propietario del establecimiento, Enrique López Andrés. Desde la seguridad que daba la confianza, se ganó el puesto de mozo y de dependiente. Lo mismo lleva un reparto con ocho cajas de mantecados en su carreta de dos ruedas que atiende detrás del mostrador o se sube en la furgoneta para ir a Aguadulce a llevar una nota.
Es un empleado fiel, de los que están siempre dispuestos, de los que se comprometen con su puesto de trabajo como si fueran los dueños. Su jornada empieza de noche, cuando a las seis de la mañana se tira de la calle y se va a a tomar un café para pode estar a las siete en punto en la puerta de la tienda en la calle de Castelar. Es la hora de hacer el recorrido por los almacenes para reponer el género y de realizar algunos repartos al margen de la tienda de comestibles. Tras los primeros escarceos del día, a las nueve y media se incorpora al mostrador a la espera de empezar a dar los primeros viajes con la carretilla. “Es un trabajo duro, pero me gusta lo que hago, me permite salir a la calle con frecuencia y estar en contacto con la gente y con la vida de la ciudad”, asegura el repartidor.
La recompensa de la propina
Los recados tienen también la recompensa de la propina, una costumbre que no es lo que era, pero que todavía sigue vigente entre muchos clientes. “No es lo mismo que hace veinte años cuando no se paraba en todo el día y podía decir que ganabas un sueldo nada más que en propinas, pero no me puedo quejar, la gente sigue siendo generosa”, comenta.
Rafael de la Cruz empezó a trabajar siendo un niño, cansado ya de la escuela. Su padre era albañil y su madre trabajaba de empleada en la casa de los dueños de la tienda. Tenía sólo trece años cuando encontró su primer trabajo en el bar Expósito, en el Parador. “Como no tenía vehículo me iba los lunes y no regresaba hasta el fin de semana siguiente”, recuerda. Aquella primera experiencia no le sirvió de vocación y tras ir sin rumbo fijo de un trabajo a otro se hizo ferrallista y llegó a ser oficial de primera en una obra. Pero el andamio tampoco era lo suyo y gracias a la mediación de su madre consiguió la plaza de empleado en la tienda.
Allí sigue haciendo recados, despachando detrás del mostrador. Es una parte más del negocio, como las estanterías de madera, como las sillas donde las clientas descansan mientras se cuentan sus preocupaciones: el calor que no se va, lo mal que está la vida, el miedo a lo que suceda en Cataluña. Rafael no suele participar en las conversaciones de los parroquianos, pero le gusta escuchar con la misma atención que por las noches, cuando acaba la jornada, mira el Telediario. Él también tiene su opinión sobre la politíca. “Yo arreglaba a los independentistas metiéndo a todos sus dirigentes en la cárcel”, subraya.
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