Todavía, a comienzos de los años setenta, la calle de Valdivia se unía por el norte con las huellas de lo que había sido el lavadero de la Salud y sus fértiles huertas. Detrás de las casas que formaban la curva de bajada hasta la Rambla de La Chanca aún se podía ver el verde de la vega.
El barrio iba cambiando su aspecto con el primer asfalto, las primeras farolas y nuevas calles, pero aún mantenía esa esencia de lugar remoto donde era posible encontrar, intactas, algunas formas de vida que ya se habían perdido en el resto de la ciudad. Todavía reinaba en sus fachadas el color ocre que las llenaba de luz y el blanco de la cal con el que al menos una vez al año los vecinos retocaban sus ‘terraos’ para evitar las goteras.
Aquel escenario seguía siendo un barrio en estado puro, donde olía a tierra húmeda, al aroma de la comida que al mediodía se escapaba por las puertas de las casas que siempre estaban abiertas y al sudor cercano de los niños que poblaban sus cuestas. Eran los niños de la Chanca, hijos de la luz interminable del cerro y de las sombras de la tierra, camaleones adaptados a la dureza del paisaje, convictos de perseguir al sol por cuestas y barrancos, con la piel curtida por la lluvia y las rodillas rotas.
Aquellos niños de la Chanca, que reinaban por cuestas y barrancos, solían frecuentar el puerto pesquero y la explanada de San Roque cuando se ponían a correr detrás de un balón. Llegaban en bandadas y con las carteras o con piedras montaban dos porterías e imaginaban un campo de fútbol cuando no tenían un espacio digno donde soñar con ser futbolistas y tenían que improvisar en cualquier solar. El anhelo del barrio era poder tener alguna instalación deportiva decente, aunque sólo fuera una humilde pista, aspiración que no llegó hasta la década de los setenta, cuando se habilitó el solar de la antigua fábrica donde se transformaba la piedra calamina, que se había quedado abandonada durante décadas al borde de la Rambla de La Chanca.
El solar, que era propiedad del obispado, se utilizó para construir el llamado Centro de Promoción Virgen de la Chanca, dirigido por los Padres Marianistas. ‘La Calamina’, como fue bautizada aquella instalación, fue mucho más que un centro educativo. Su apertura, en 1974, fue una revolución para los habitantes de La Chanca, que por primera vez podían disponer de un establecimiento educativo abierto a todas las edades y de unas instalaciones deportivas que no había tenido nunca la zona de Pescadería. El centro jugó un papel fundamental en la educación de las familias más humildes.
Allí se organizaban ciclos de sexualidad y planificación familiar para generaciones de jóvenes que no habían recibido ninguna información al respecto, y que lo habían aprendido todo en la calle. Les hablaban de las enfermedades venéreas y de la necesidad de utilizar métodos anticonceptivos para evitar las familias numerosas en matrimonios que no tenían recursos económicos para mantenerlas.
La popularidad de ‘La Calamina’ le vino más que por las actividades culturales y educativas que allí se realizaban, por sus instalaciones deportivas. Los Marianistas habilitaron dos pistas, que más bien eran dos anchurones de tierra, que fueron utilizados como campos de fútbol. ‘La Calamina’ tenía ese aire tribal que caracteriza a los barrios más populares donde se mezclaban niños de todos los estamentos sociales. Por allí pasaron los niños descalzos que venían desde las casas de Ángel y el cerrillo del Hambre en las horas robadas al colegio, las pandillas de la Plaza de Pavía que se retaban en grandes desafíos, y los veteranos que aprovechaban los torneos para matar el gusanillo. En aquellas tardes de primavera en las que ‘La Calamina’ era una fábrica de futbolistas hasta el anochecer, desde las torres del tercer recinto de la Alcazaba se escuchaba el sonido incesante de las voces de los niños que como un zumbido interminable se convertía en la banda sonora del barrio.
A comienzos de los años ochenta, cuando aquel escenario se quedó pequeño para recibir a tanto niño con ambición de ser futbolista, un grupo de hombres del barrio, ligados al club San Roque, plantearon ante las autoridades la posibilidad de construir un campo de fútbol de verdad en el cerro de las Casas de Ángel.
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