De vez en cuando pasaba el autobús cargado de gente; de vez en cuando cruzaba un coche familiar o un taxi donde viajaban seis, pero la mayoría de los almerienses que cada uno de noviembre subían hasta el cementerio a recordar a sus difuntos lo hacían andando. Se formaba una caravana de caminantes que no cesaba a lo largo del día. Gentes de todos los barrios con los cubos, con las flores y con sus recuerdos a cuestas; gentes de todos los estratos sociales, familias enteras que iban en procesión a cumplir con el rito ante las tumbas.
Los niños siempre iban delante, abriéndose paso entre carreras y juegos, como si fueran de excursión, que para ellos la muerte quedaba muy lejos. Había grupos de muchachas que subían cogidas del brazo, arregladas como correspondía en un día festivo, y detrás las madres y las abuelas con sus lutos rigurosos. Hace medio siglo los lutos formaban parte de las casas y estaban presentes en los armarios y en la ropa diaria de las mujeres. Nuestras abuelas siempre iban de luto, desde la cabeza hasta los pies.
Ir al cementerio era para los niños un gran acontecimiento. Atravesar la ciudad, llegar hasta los límites que no nos estaban permitidos, pasar por delante de los arrabales donde nos encontrábamos con una realidad que formaba parte de nuestra mitología infantil: las cuevas de los gitanos, la guarida de aquellos otros niños que siempre estaban jugando en la calle, ennegrecidos por el sol y por la falta de higiene, disfrutando de esa libertad absoluta que nos faltaba a nosotros, niños de la clase media condenados al sacrificio diario del colegio y la disciplina familiar.
Subíamos al cementerio ajenos al luto y a las lágrimas de nuestras madres, con esa excitación del que emprende un viaje. Ese mismo camino lo recorríamos algunos domingos cuando íbamos en coche a pasar un día en el campo, pero nos parecía muy distinto cuando lo atravesábamos a pie e íbamos dejando atrás nuestros territorios más cercanos.
Teníamos una doble sensación del camino del cementerio: la que nos dejaban las incursiones andando del día de los Santos, y la que nos producía cuando volvíamos a la ciudad en coche después de un domingo cualquiera y la primera imagen que nos encontrábamos, antes de ver la silueta de la ciudad al fondo, era la de la vieja tapia del cementerio, con sus nichos asomando detrás de los muros, junto al cauce seco de la rambla que casi siempre estaba lleno de piedras, matorrales y basura.
Después aparecía el desconcierto de las casas arremolinadas de los barrios marginales del cerro donde nunca faltaba una chabola. Cuando desaparecieron las llamadas cuevas del cementerio, enquistadas junto al lecho de la rambla, surgieron las casas sociales que constituyeron en su día el primer barrio marginal de nueva creación que organizó el Ayuntamiento en colaboración con la Caja de Ahorros.
Las primeras casas que se levantaron sobre la Loma del Almendrico, junto a la rambla, fueron chabolas que sirvieron de asentamiento a familias gitanas. Eran pequeños núcleos aislados que aparecieron en una zona con vocación de gueto. Cuando el Ayuntamiento empezó a urbanizar el lugar y a construir las viviendas, se produjo un rechazo generalizado a ocuparlas por el temor de muchas familias a vivir a tan sólo unos metros del campo santo de Almería y bajo la amenaza, mucho más real, de una rambla que cada vez que salía causaba estragos en la ciudad.
Los domingos, cuando veníamos en coche y pasábamos junto a la vieja tapia del cementerio, vencida y siempre mal iluminada, entendíamos que ya estábamos en Almería y en esos momentos nos envolvía la sensación de que nuestra querida ciudad se mantenía siempre igual, que ese trozo de carretera, que esas piedras rematadas de pintura blanca que hacían de muro, que aquellos niños medio desnudos que correteaban por los cerros detrás de un perro, eran los mismos que ya veíamos diez años antes, cuando cruzamos aquellos senderos por primera vez en una tarde soleada de un primero de noviembre, jugando delante de las mujeres enlutadas.
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