Los paraísos de la vega en retirada

La ciudad quedaba muy lejos y aquellos parajes eran un refugio idílico para los jóvenes

Un grupo de muchachos a comienzos de los 70, en una mañana de fútbol en uno de los descampados que quedaron sobre los bancales de la antigua vega: Pa
Un grupo de muchachos a comienzos de los 70, en una mañana de fútbol en uno de los descampados que quedaron sobre los bancales de la antigua vega: Pa
Eduardo D. Vicente
19:06 • 12 nov. 2017

La vega resistía a duras penas el avance de la ciudad. La fértil vega iba en retirada, empezaba a abandonar sus últimos reductos en la frontera con el Zapillo y aguantaba al otro lado del río el empuje imparable de la modernidad que desde los años sesenta había transformado la ciudad y ahora amenazaba también a ese mundo rural que parecía indestructible.




La vieja vega iba en retirada en un proceso lento, pero sin marcha atrás. Cada año que pasaba surgía un anchurón en medio de lo que fueron huertas, árboles y boqueras.    Una forma de vida estaba desapareciendo, refugiada en los últimos cortijos que lograban sobrevivir al avance inexorable de lo que entonces llamaron progreso.




A comienzos de los años setenta, la vega todavía resistía, anclada en sus costumbres ancestrales, mientras la ciudad le iba quitando terreno palmo a palmo. A cada derrota, la vega iba dejando grandes espacios abiertos, descampados de matorrales, arena y cañas que se habían quedado abandonados como los restos de un gran naufragio.




Allí donde surgía un páramo llegaban los jóvenes dispuestos a conquistar el terreno para sus juegos, en una época en la que cada vez era más difícil encontrar un hueco libre dentro de la ciudad y era preciso conquistar nuevos espacios en los arrabales.




Entre las últimas casas del barrio del Zapillo y las cortijás que aún seguían habitadas, surgieron  grandes arenales que ocupaban sectores de lo que hoy es la Avenida del Mediterráneo y los alrededores del Cortijo Grande.




Dejabas atrás las últimas casas del Zapillo y de pronto entrabas en ese escenario fantástico lleno de cañizos y barro donde era posible encontrarse, como un gran descubrimiento, con pequeñas parcelas de terreno, antiguos huertos ya abandonados que no tardaban en convertirse en el paraíso perfecto para los niños y los adolescentes de aquel tiempo. Era un terreno propicio para levantar improvisados campos de fútbol. Bastaba con retirar los matorrales y la cañas que habían quedado y colocar cuatro piedras como porterías para que se obrara el milagro y aquel territorio yermo que había nacido de las entrañas de la vega se transformara en un gran escenario para celebrar grandes desafíos entre barrios y pandillas.




No era necesario llevar dos equipos ni la indumentaria correcta ni un balón de marca; allí se jugaba por el puro placer del juego, con una pelota vieja, en pantalón de deporte, con vaqueros, medio desnudos, con la ropa de haber ido al colegio, descalzos, con zapatos, con botas de plástico, con los tenis de tela más populares de entonces que eran de la marca ‘La Tórtola’, que no aguantaban más de cuatro o cinco escaramuzas. Aquellos que tenían el privilegio de tener unas botas de fútbol rozaban entonces la profesionalidad.




Llegaban desde puntos tan lejanos de la ciudad como el barrio de los Ángeles, la Plaza de Toros, la Almedina o Pescadería con la ilusión de los que tienen toda una vida por delante. Llegaban andando, recorriendo Almería de un extremo a otro, a veces  sin otro equipaje que el balón de reglamento desgastado de tanto usarlo y un par de botellas de Casera para combatir la sed. A mitad del camino, cuando pasaban por la gasolinera de Trino, en las Almadrabillas, paraban para darle viento a la pelota. Era habitual, para asegurarse el escenario, que mandaran delante una avanzadilla de muchachos en bicicleta, que a primera hora de la mañana de cualquier sábado, de cualquier domingo, ya merodeaban entre los bancales para ser los primeros en ‘pillar’ el campo.


Mirando ahora las viejas fotos es difícil entender cómo podían jugar en aquellos descampados y salir ilesos. Se jugaban los tobillos y las rodillas entre desniveles, matorrales y piedras, se tostaban hasta el cerebro en aquellas mañanas de verano en las que al terminar, con los torsos quemados por el sol, corrían hacia la playa. Envueltos en una nube de polvo, con los cuerpos cubiertos de tierra y deshechos por el cansancio, atravesaban los últimos cañaverales que iban a desembocar cerca de la playa de la Térmica.


La vieja vega donde habían reinado los huertos y los establos, donde la vida de la ciudad parecía otro mundo, fue el último paraíso de los jóvenes callejeros de los años setenta que allí se escapaban de la vigilancia de los padres para jugar en libertad. Jugaban medio desnudos, jugaban sin descanso, sin reloj, sin normas, hasta que no podían más y acababan tirados sobre la arena.


A veces tampoco importaba el marcador y los desafíos se decidían en el último instante cuando alguno de los jugadores gritaba al resto: “El que cuele el último gol gana el partido”.



Temas relacionados

para ti

en destaque